Pila de Orsolino, Plaza de Armas de Santiago
Con bombos y platillos, en la denominada guerra de las teleseries que sostienen desde hace años los canales de televisión abierta, el área dramática del “canal de todos los chilenos” ya anunció que abrirá la temporada del 2010, la del Bicentenario, con una nueva versión del clásico Martín Rivas.
Algunos adelantos hablan de ciertos cambios en la historia original, como la presencia de un abuelo de Leonor Encina (la niña rica y veleidosa) y el arribo a bordo de un buque, desde el norte copiapino, del protagonista principal (el joven pobre, pero honrado). Adaptaciones que no debieran afectar el sentido final de la obra de Alberto Blest Gana, considerada la primera novela chilena, y a la que su autor le agregó el apellido de “costumbres político-sociales”. En lo particular, mientras la modificación en el guión no sea de fondo y promueva el interés de las generaciones más jóvenes por acercarse a la literatura, me parece legítima la apuesta.
Si bien muchos han caracterizado la temática de fondo de la novela como la historia del triunfo del esfuerzo personal y una muy buena muestra de la sociedad santiaguina de mediados del siglo XIX, no puedo dejar de traer a colación un escrito de Agustín Squella en que comenta un contrapunto que hace Darío Oses entre las figuras de Francisco Bilbao (personaje real que no aparece en la novela y uno de los líderes de la Revolución de 1851) y la de Martín Rivas (personaje de ficción por cierto, que se une a las huestes de la “Sociedad de la Igualdad” en esa asonada liberal).
Lo que Squella señala en ese artículo es que el personaje real (Bilbao, muerto en el exilio) representa, en el Chile de hoy, a quienes viven y actúan en consecuencia con sus principios y valores; en cambio, el ficticio (Martín Rivas, que de revolucionario en el inicio, termina acomodado en el seno de la elitista aristocracia) encarna en nuestros tiempos “esa alma nacional pacata, temerosa y débil (…) que explica también que el liberalismo continúe siendo visto aquí no sólo como una planta exótica, sino tóxica, y que se lo invoque únicamente para eludir la regulación de los negocios y evitar el pago de los impuestos”. Más claro, echarle agua.
En fin. Desde que apareció en 1862, Martín Rivas se transformó en un éxito literario y, con el tiempo, sigue siendo lectura recurrente en las aulas del país. En lo personal, siento aprecio por la narración, pues cuando la leí en mi adolescencia y, con el curso, nos llevaron al Teatro Nacional a verla, embelesados espinillentos, admirados de la presencia de la blonda Cecilia Cucurella interpretando a Leonor, nos dimos a la tarea de montar la obra de marras en las tablas del colegio… bueno, no era de madera precisamente el escenario del quintanormalino liceo 19.
Y no poco de interesante tiene esta novela, que será recreada por tercera vez en la emisora estatal. Recién daba sus primeros pasos el canal nacional (el 7, en los televisores de las antiguas perillas) y cuando era necesario producir programas que fueran reconocidos como propios, hacia 1970, Alejandro Perucci, Silvia Santelices y Anita Klesky fueron los actores que encarnaron a los personajes principales. Nueve años más tarde (apenas nueve años, pero ¡qué distancia enorme entre esos dos Chile!), Alejandro Cohen, Sonia Viveros y Patricio Achurra se encargaron de protagonizar nuevamente en televisión la creación de Blest Gana.
De ahí que a las puertas del 2010, es digno de elogio que el sempiterno Martín Rivas sea traído de vuelta a la pantalla chica, a recordarnos las ideas y formas de obrar de la sociedad chilena decimonónica, en otro esfuerzo por rescatar el patrimonio cultural de nuestro país. Entre otras cosas, también es loable porque la novela nos permite reconocer una parte del “Santiago que se fue”, como diría el maestro Oreste Plath.
En efecto, Martín Rivas transcurre casi íntegramente en la ciudad capital. De hecho, se inicia con el relato de la llegada a Santiago del joven provinciano, que viene a estudiar leyes y es alojado por el aristócrata y usurero Dámaso Encina; y finaliza con la imagen de Martín paseando por la Alameda de las Delicias, del brazo y el amor de la otrora caprichosa Leonor, tal cual solían hacer muchos jóvenes en la principal vitrina pública de ese entonces, demostrado en algunos atardeceres pintados por Alberto Orrego Luco.
Pero, además, en la novela es posible reconocer otros hitos capitalinos, que hace 150 años se enmarcaban en lo que Vicuña Mackenna llamó “la ciudad propia” y que referenciaban el devenir pausado de esos tiempos de carrozas y caballos, de calles empedradas y de tardes extremadamente largas. Por ejemplo, la Plaza de Armas es descrita por Blest Gana así: “En 1850, la pila de la plaza no estaba rodeada de un hermoso jardín como en el día (de hoy: 1862), ni presentaba al transeúnte que se detenía a mirarla más asiento que su borde de losa, ocupado siempre en la noche por gente del pueblo. Entre estos se veían corrillos de oficiales de zapatería, que ofrecían un par de botines o de botas a todo el que por allí pasaba a esas horas”.
En el texto recién citado se distingue la plaza que sigue marcando el centro de la ciudad, con adornos y usos distintos al actual, pero la misma fuente de agua que admiramos hoy, la llamada también “Pila de los lagartos”, obra del escultor italiano Francisco Orsolino, que homenajea a la independencia americana. He ahí una marca de antaño, un hito urbano, que nos permite vincularnos con nuestra historia, a través de las páginas de una ficción literaria. Buena excusa para que Martín Rivas sea solicitada a sus estudiantes por los profesores de Lenguaje y también por los de Historia y los de Arte. O para que los guías de turismo, cuando hablan a los turistas en la Plaza de Armas, le agreguen algo de enjundia a su discurso archi repetido sobre la fundación de Santiago y la Catedral y el Museo y el Cabildo y el Portal (si es que) y un poco de rápido etcétera.
Por cierto que hay más vínculos entre ciudad e historia en la obra de Blest Gana. Como por ejemplo en la descripción de los “picholeos” (juergas) en las casa de medio pelo, adonde llegan casi todos los personajes de la novela, partiendo por su protagonista principal y su idealista -y desafortunado- amigo Rafael San Luis (que no deja de evocarnos a los héroes reales e imaginados del Romanticismo, como al mismísimo Francisco Bilbao). Ya sólo por eso es valorable que Martín Rivas siga estando presente en el teatro y en las teleseries.
Agrego algo más. Es cierto que la ciudad que retrata Alberto Blest Gana, en gran medida, es la misma que todavía conservaba un aire colonial, con todas sus proyecciones en las relaciones sociales y con espacios y costumbres claramente diferenciados para los de arriba y los de abajo. Pero también muestra cómo en el 1850 ambos segmentos de la sociedad chilena se topan, se cruzan miradas y palabras y no se reconocen sólo al verse en una lejana pantalla televisiva, como suele ocurrir hoy en día.
Y no es mentira que, tal como se presenta en la novela, para la aristocracia de entonces (y el autor es reconocible, aunque díscolo, en ese estrato), los que no pertenecen a sus filas son vistos como un mero aderezo, muchas veces incómodo, de sus vidas. Sin embargo, insisto, en Martín Rivas no se esconde tal situación.
Porque precisamente esta novela nos permite adentrarnos, a través de una historia inventada, en un tiempo y lugar que sabemos real, que conoció de grandezas y pequeñeces, de personas acomodaticias y otras consecuentes, de una ciudad que vivía en el salón, en el cuartucho, en la plaza y en la calle, es que reitero mi agrado de que sea presentada Martín Rivas, una vez más, en forma masiva a las nuevas generaciones. Tal vez, dijo el goloso, no estaría de sobra que más libretistas intentaran lo mismo con “La sangre y la esperanza” o “Casa Grande”, por mencionar un par de ejemplos de novelas urbanas que, dentro del contexto de la parrilla programática de los canales nacionales, bien valdrían una apuesta como la que se hace con Blest Gana.
Algunos adelantos hablan de ciertos cambios en la historia original, como la presencia de un abuelo de Leonor Encina (la niña rica y veleidosa) y el arribo a bordo de un buque, desde el norte copiapino, del protagonista principal (el joven pobre, pero honrado). Adaptaciones que no debieran afectar el sentido final de la obra de Alberto Blest Gana, considerada la primera novela chilena, y a la que su autor le agregó el apellido de “costumbres político-sociales”. En lo particular, mientras la modificación en el guión no sea de fondo y promueva el interés de las generaciones más jóvenes por acercarse a la literatura, me parece legítima la apuesta.
Si bien muchos han caracterizado la temática de fondo de la novela como la historia del triunfo del esfuerzo personal y una muy buena muestra de la sociedad santiaguina de mediados del siglo XIX, no puedo dejar de traer a colación un escrito de Agustín Squella en que comenta un contrapunto que hace Darío Oses entre las figuras de Francisco Bilbao (personaje real que no aparece en la novela y uno de los líderes de la Revolución de 1851) y la de Martín Rivas (personaje de ficción por cierto, que se une a las huestes de la “Sociedad de la Igualdad” en esa asonada liberal).
Lo que Squella señala en ese artículo es que el personaje real (Bilbao, muerto en el exilio) representa, en el Chile de hoy, a quienes viven y actúan en consecuencia con sus principios y valores; en cambio, el ficticio (Martín Rivas, que de revolucionario en el inicio, termina acomodado en el seno de la elitista aristocracia) encarna en nuestros tiempos “esa alma nacional pacata, temerosa y débil (…) que explica también que el liberalismo continúe siendo visto aquí no sólo como una planta exótica, sino tóxica, y que se lo invoque únicamente para eludir la regulación de los negocios y evitar el pago de los impuestos”. Más claro, echarle agua.
En fin. Desde que apareció en 1862, Martín Rivas se transformó en un éxito literario y, con el tiempo, sigue siendo lectura recurrente en las aulas del país. En lo personal, siento aprecio por la narración, pues cuando la leí en mi adolescencia y, con el curso, nos llevaron al Teatro Nacional a verla, embelesados espinillentos, admirados de la presencia de la blonda Cecilia Cucurella interpretando a Leonor, nos dimos a la tarea de montar la obra de marras en las tablas del colegio… bueno, no era de madera precisamente el escenario del quintanormalino liceo 19.
Y no poco de interesante tiene esta novela, que será recreada por tercera vez en la emisora estatal. Recién daba sus primeros pasos el canal nacional (el 7, en los televisores de las antiguas perillas) y cuando era necesario producir programas que fueran reconocidos como propios, hacia 1970, Alejandro Perucci, Silvia Santelices y Anita Klesky fueron los actores que encarnaron a los personajes principales. Nueve años más tarde (apenas nueve años, pero ¡qué distancia enorme entre esos dos Chile!), Alejandro Cohen, Sonia Viveros y Patricio Achurra se encargaron de protagonizar nuevamente en televisión la creación de Blest Gana.
De ahí que a las puertas del 2010, es digno de elogio que el sempiterno Martín Rivas sea traído de vuelta a la pantalla chica, a recordarnos las ideas y formas de obrar de la sociedad chilena decimonónica, en otro esfuerzo por rescatar el patrimonio cultural de nuestro país. Entre otras cosas, también es loable porque la novela nos permite reconocer una parte del “Santiago que se fue”, como diría el maestro Oreste Plath.
En efecto, Martín Rivas transcurre casi íntegramente en la ciudad capital. De hecho, se inicia con el relato de la llegada a Santiago del joven provinciano, que viene a estudiar leyes y es alojado por el aristócrata y usurero Dámaso Encina; y finaliza con la imagen de Martín paseando por la Alameda de las Delicias, del brazo y el amor de la otrora caprichosa Leonor, tal cual solían hacer muchos jóvenes en la principal vitrina pública de ese entonces, demostrado en algunos atardeceres pintados por Alberto Orrego Luco.
Pero, además, en la novela es posible reconocer otros hitos capitalinos, que hace 150 años se enmarcaban en lo que Vicuña Mackenna llamó “la ciudad propia” y que referenciaban el devenir pausado de esos tiempos de carrozas y caballos, de calles empedradas y de tardes extremadamente largas. Por ejemplo, la Plaza de Armas es descrita por Blest Gana así: “En 1850, la pila de la plaza no estaba rodeada de un hermoso jardín como en el día (de hoy: 1862), ni presentaba al transeúnte que se detenía a mirarla más asiento que su borde de losa, ocupado siempre en la noche por gente del pueblo. Entre estos se veían corrillos de oficiales de zapatería, que ofrecían un par de botines o de botas a todo el que por allí pasaba a esas horas”.
En el texto recién citado se distingue la plaza que sigue marcando el centro de la ciudad, con adornos y usos distintos al actual, pero la misma fuente de agua que admiramos hoy, la llamada también “Pila de los lagartos”, obra del escultor italiano Francisco Orsolino, que homenajea a la independencia americana. He ahí una marca de antaño, un hito urbano, que nos permite vincularnos con nuestra historia, a través de las páginas de una ficción literaria. Buena excusa para que Martín Rivas sea solicitada a sus estudiantes por los profesores de Lenguaje y también por los de Historia y los de Arte. O para que los guías de turismo, cuando hablan a los turistas en la Plaza de Armas, le agreguen algo de enjundia a su discurso archi repetido sobre la fundación de Santiago y la Catedral y el Museo y el Cabildo y el Portal (si es que) y un poco de rápido etcétera.
Por cierto que hay más vínculos entre ciudad e historia en la obra de Blest Gana. Como por ejemplo en la descripción de los “picholeos” (juergas) en las casa de medio pelo, adonde llegan casi todos los personajes de la novela, partiendo por su protagonista principal y su idealista -y desafortunado- amigo Rafael San Luis (que no deja de evocarnos a los héroes reales e imaginados del Romanticismo, como al mismísimo Francisco Bilbao). Ya sólo por eso es valorable que Martín Rivas siga estando presente en el teatro y en las teleseries.
Agrego algo más. Es cierto que la ciudad que retrata Alberto Blest Gana, en gran medida, es la misma que todavía conservaba un aire colonial, con todas sus proyecciones en las relaciones sociales y con espacios y costumbres claramente diferenciados para los de arriba y los de abajo. Pero también muestra cómo en el 1850 ambos segmentos de la sociedad chilena se topan, se cruzan miradas y palabras y no se reconocen sólo al verse en una lejana pantalla televisiva, como suele ocurrir hoy en día.
Y no es mentira que, tal como se presenta en la novela, para la aristocracia de entonces (y el autor es reconocible, aunque díscolo, en ese estrato), los que no pertenecen a sus filas son vistos como un mero aderezo, muchas veces incómodo, de sus vidas. Sin embargo, insisto, en Martín Rivas no se esconde tal situación.
Porque precisamente esta novela nos permite adentrarnos, a través de una historia inventada, en un tiempo y lugar que sabemos real, que conoció de grandezas y pequeñeces, de personas acomodaticias y otras consecuentes, de una ciudad que vivía en el salón, en el cuartucho, en la plaza y en la calle, es que reitero mi agrado de que sea presentada Martín Rivas, una vez más, en forma masiva a las nuevas generaciones. Tal vez, dijo el goloso, no estaría de sobra que más libretistas intentaran lo mismo con “La sangre y la esperanza” o “Casa Grande”, por mencionar un par de ejemplos de novelas urbanas que, dentro del contexto de la parrilla programática de los canales nacionales, bien valdrían una apuesta como la que se hace con Blest Gana.