jueves, 29 de octubre de 2009

No hay mal que dure cien años… ni deuda que no se pague…

No he visto el comentado programa sobre los años ochenta. Algo me han dicho. Otro poco he leído. Que la estética en los vestuarios y que la selección musical son representativas; que las referencias a episodios históricos de la época o a personajes conocidos son certeros; que Enrique Maluenda y la voz de Sergio Campos aparecen inconfundibles; que las protestas callejeras y la crisis económica; que esto o que lo otro. En fin.

Como parte de la juventud de esos tiempos, no debí quedar indiferente ante el intento de un muy buen equipo de profesionales, dirigidos por Boris Quercia, por recordar (nos) esos años que pueden ser objeto de variados y disímiles epítetos, pero que nadie podrá dejar de reconocer, casi en forma unánime, como difíciles. Trataré de verlo pronto.

¿Por qué hoy, casi veinte años después de finalizado, se realiza un programa sobre ese decenio? Varias respuestas, todas certeras, darían cuenta de la pregunta: porque ya hay suficiente perspectiva histórica, porque hay mejor reconstrucción de los relatos fragmentarios, porque ya es tiempo de mirar sin miedo a ese pasado, porque varios de los actores principales están retirados de la escena pública o derechamente muertos.

Sin embargo, sumadas a las respuestas anteriores, hay una que me parece pertinente aventurar en esta oportunidad: porque quienes están (o debieran estarlo) asumiendo el relevo en la toma de las riendas del país, en todos los ámbitos, son personas que acaban de pasar o están pasando por los cuarenta años de edad; esto es, les corresponde, generacionalmente hablando, dirigir a nuestra sociedad. (Que esto no ocurra así es harina de otro costal y lo debatiremos en otro espacio). Por tanto, en el plano de la televisión, el cine o el teatro, y considerando su probada capacidad, los Boris Quercia, los Daniel Muñoz, los Daniel Alcaíno o las Tamara Acosta, pueden darse el gusto (y el trabajo) de hacer una obra que haga mención a sus experiencias colectivas de vida juveniles. Y ellos fueron jóvenes en los años ochenta…
Igual que muchos que en esa década formaron parte del movimiento estudiantil universitario, que se caracterizó por una atrevida y permanente acción a favor de la democratización del país y de las aulas. Aún a sabiendas que los riesgos eran caros. Lo mismo que los aranceles para acceder a las universidades. Precisamente, una de las reivindicaciones de los estudiantes de la educación superior de ese entonces consistía en solicitar el sistema de arancel diferenciado y el fin del famoso crédito fiscal (en simple: un préstamo del Estado a las universidades para que los jóvenes de escasos recursos pudieran intentar una carrera universitaria y, luego de dos años de egresados, con o sin título en la mano, esos mismos jóvenes devolvieran al acreedor).

Recuerdo ahora consignas, carteles, panfletos y coros que hacían alusión a lo injusto que era el sistema del crédito fiscal. Siempre el tema estaba presente en las demandas y movilizaciones estudiantiles; y no pocos aceptaron el préstamo con la esperanza de que un futuro gobierno democrático condonaría esa deuda. Se acabó la dictadura, llegó la democracia y las nuevas autoridades no sólo continuaron con la modalidad, sino que perfeccionaron la recaudación de lo adeudado: quienes no pagaran la cuota respectiva no percibirían la devolución anual del diez por ciento que hace Impuestos Internos por concepto de honorarios recibidos. Y pasarían, en tanto morosos, a Dicom.

Han pasado años. Algunos, unos pocos, muy pocos a decir verdad, de quienes fueron dirigentes estudiantiles en los ochenta llegaron a ocupar cargos de importancia en el Estado (¿otro “error de cálculo” de quienes arriesgaron tanto?). Pero en el imaginario colectivo, al menos en ese etéreo espacio, quedó la sensación que la generación ochentera algo tenía que decir al país. Por eso, desde ciertas tribunas (rincones, más bien), se ha tratado de analizar y debatir sobre las características y planteamientos del movimiento juvenil en la época de dictadura.

No recuerdo bien, pero me parece que fue en por el 2003 ó el 2005 que un grupo de ex líderes universitarios, al amparo de una institución cultural, organizaron, precisamente, un foro para hablar sobre las luchas y reivindicaciones de los ochenta. No pude asistir. Mas, al día siguiente, le pedí a un amigo -que sí pudo estar en el encuentro- que me contara los aspectos más relevantes. Y de ese relato guardé una anécdota que me hizo arriscar la nariz en el momento y que resumo a continuación:

Alguno de los presentes recordó que el no pago de la deuda por concepto del famoso crédito fiscal era una de las importantes reivindicaciones no asumidas por las nuevas autoridades. Palabras más, palabras menos. Sentado entre los panelistas estaba una de las pocas autoridades del gobierno central, quien había sido dirigente estudiantil en la Universidad de Chile en los ochenta. Ante el planteamiento, se inclinó hacia su compañero más cercano y le señaló, en voz baja para no interrumpir el debate, pero con suficientes decibeles para que se escuchara entre los más cercanos, algo así como: “yo tengo entendido que las deudas hay que pagarlas, ¿o no?”, en clara alusión a que el débito no admitía otra solución. El que decía tal sentencia hoy es Ministro de Salud y, antes de eso, Intendente Metropolitano.

Así es. Sin entrar a un debate ético, lo cierto es que las deudas hay que pagarlas. Aunque nos cueste, nos pese y nos disguste. Los chilenos (y aquí pueden entrar a opinar con propiedad los sociólogos e historiadores, entre otros) tenemos fama de ser buenos deudores; que por algo en nuestro país está tan extendido y aceptado el sistema de créditos. Hace un tiempo, comentamos con amigos que sería interesante conocer un estudio estadístico que determinara la veracidad de esa percepción. Y más: aventuramos que en el caso específico de los profesores con deuda de crédito fiscal, seguramente la tasa de devolución era muy alta.

Las deudas hay que pagarlas. De lo contrario, nos arriesgamos a no creer en los contratos. Miles y miles de personas en Chile, mes a mes, incluso con intereses que especialistas no trepidan en calificar de usureros, hacen lo imposible por saldar sus deberes financieros. La mayoría recibe el sueldo mensual y lo primero que hace es cancelar sus deudas. Pregunten a los deudores habitacionales, a los de las casas comerciales, de las automotoras, de los bancos y financieras, de las cajas de compensación. ¿Cuántas familias han tenido que vender sus más preciados bienes para saldar la deuda por una intervención hospitalaria? Y si no se paga una cuota, sabemos y asumimos que la deuda crecerá.

Las deudas hay que pagarlas. Tal vez, entonces, el actual Ministro de Salud converse con sus pares de Hacienda y Educación y les señale su apreciación sobre ellas. Después nos contará cómo le fue o qué le respondieron. Está claro que no será necesario hablar de responsabilidad ética o del aporte que hicieron los profesores para retornar a la democracia o de las pérdidas monetarias y sociales que sufrieron los maestros en esos difíciles años ochenta. ¡Qué va! Si lo cierto es que el Estado, cuando traspasó los colegios fiscales a los municipios, hizo perder a los docentes un aumento de sueldo otorgado en 1980 y que los beneficiaba en términos previsionales (antes de obligarlos a meterse en las AFPs). Que los profesores han recibido en los últimos 19 años un reajuste salarial significativo nadie lo duda. Pero eso no quita la deuda. Y no puede, el actual gobierno central, argumentar que la deuda prescribió por la cantidad de años que han pasado. ¿Se imaginan si todos los que debemos plata esperáramos, pacientemente, algunos años para que la deuda prescriba?

Actualmente, los maestros del país, en un momento delicado del año escolar, han asumido una acción que a todas luces es riesgosa y compleja. Tal vez el movimiento se acabe en cualquier instante. Pero no son los profesores los que tienen la llave para detener la huelga indefinida, salvo que se les pida renunciar a su dignidad. O que se establezca, de una vez, que las deudas pueden no pagarse.