jueves, 8 de marzo de 2018

Pasos callados: las mujeres (también) hicieron la ciudad

Por María Elisa Puig L. y Vólker Gutiérrez A.

“… por allí pasaban mujeres de diferentes edades
con el solo pretexto de divisarlo (la imagen de San Antonio)
y reavivar el deseo íntimo.
Era una legión de feligreses la que transitaba por la calle
en dirección del templo franciscano,
embarrando muchas veces sus sayas de seda
para hacerse más gratas a los ojos del santo”.
S. Zañartu, “Calles Viejas”,
explicando el origen del nombre de la calle San Antonio


Cuando se habla o escribe sobre los personajes que han destacado en la creación y desarrollo de la ciudad de Santiago, no faltan nombres propios como los de Pedro de Valdivia, Benjamín Vicuña Mackenna, José Miguel de la Barra, Alberto Cruz Montt, Ricardo Larraín Bravo, Luciano Kulczewski. Todos varones, por cierto. Y si contemplamos los porcentajes de mujeres que en las últimas décadas han ejercido o ejercen un cargo político que tenga que ver con el quehacer urbano, las cifras corroboran el menguado rol femenino en esa área: desde 1990, menos del 19% de los intendentes de la Región Metropolitana han sido mujeres y, en la actualidad, bajo el 16 por ciento son alcaldesas en las 51 comunas de la misma región. He aquí, entonces, otro segmento de la realidad donde se está al debe con el género femenino, que en términos cuantitativos supera el 50 por ciento de la población global del país. 
 
La conquista y la colonización: una empresa masculina

La conquista española del país, en el siglo XVI, fue primero una empresa militar y, por ende, en aquel tiempo, una tarea de hombres. En rigor, además de la gran masa indígena, a Pedro de Valdivia lo acompañó una hueste de 150 soldados varones y una sola mujer, su amante Inés Suárez.

Sin embargo, al pasar los años, la cantidad de mujeres españolas y mestizas que fueron poblando las ciudades que se fundaban y consolidaban creció sostenidamente. De hecho, tras el gran levantamiento mapuche de 1598 en el sur, según Benjamín Vicuña Mackenna y Armando de Ramón, en Santiago la proporción entre hombres y mujeres era de 1 a 3, en favor de las segundas.

Pero esa mayoría numérica no implicó un cambio en el estatus de la mujer que, durante el período colonial, estaba legal, religiosa, económica y socialmente constreñido al ámbito privado. En efecto, tanto en disposiciones civiles como eclesiásticas, la concepción binaria del mundo implicaba también una división genérica de las funciones hombre-mujer. Los hombres, lo masculino, eran asociados a la parte racional del mundo, a la mente. Y por el contrario, las mujeres, lo femenino, eran siempre vistas como un sujeto dependiente de su cuerpo y, por lo tanto, dominadas por la naturaleza instintiva animal. En palabras de Alejandra Araya, la mujer representaba a un “sujeto moral deficiente”, por lo que el cuerpo femenino debía ser “sujetado, aprisionado, encerrado, cautivado”. De ahí que los espacios que el poder (masculino) asignaba a las mujeres eran el matrimonio y la casa; o la religión y el convento… el espacio privado, en definitiva (algo que no variará durante buena parte del período republicano).

Tanto era así la normativa, que la justicia establecía que en caso de diferendos con mujeres los jueces debían ir a interrogarlas a sus casas, para no perturbarlas y no hacerlas salir del espacio doméstico. En rigor, la Partida Tercera (segmento de un conjunto de leyes encargadas por Alfonso XI en el siglo XIII), señalaba explícitamente que “No se debe obligar a presentar por sí ante los jueces, dueña, casada, viuda, doncella u otra mujer que viva honestamente en su casa”.

Mas, pese a todas estas disposiciones (y la sanción moral y jurídica a quienes las transgredían), las mujeres hicieron uso del espacio público y, por ende, fueron hacedoras de ciudad. No en el sentido de su arquitectura ni de su conformación física (algo que queda por investigar), pero sí en tanto espacio de sociabilidad y de generación de su alma.

Es así que en los siglos en que se formó y consolidó Santiago como un ente urbano, las mujeres no se lo pasan encerradas en sus hogares cumpliendo únicamente labores domésticas, sino que también, sobre todo las que pertenecen a la elite blanca, cobran deudas, compran y venden bienes, dejan y reciben herencias, poseen esclavos, pagan censos, impuestos y tributos, realizan o reciben donaciones, etc. Y todas estas actividades las realizan a su nombre, en los espacios públicos y en las instituciones de administración.

Plano de Santiago de Chile en 1712, por Amadeo Frezier

Las mujeres pulperas

Un ejemplo interesante en esta línea lo constituyó la situación vivida en el comercio, con los negocios llamados pulperías, esos antiguos almacenes en que se vendía todo tipo de productos básicos y de primera necesidad, tal cual señaló Eugenio Pereira Salas: “vino, sal, jabón, queso, pan y miel y otros géneros comestibles”. Ocurrió que la mayoría de esas tiendas fueron administradas por mujeres, lo que las transformó en espacios cotidianos de sociabilidad y de encuentro, incluso interétnico, generalmente localizados en las cercanías de la Plaza de Armas.

Precisamente, las pulperías iban más allá de su condición de espacio físico destinado a la compra y venta de bienes, pues a su alero se produce también un intercambio más profundo entre quienes allí confluyen, tanto amos como criados, partiendo por los chismes y noticias, y llegando a situaciones más íntimas e incluso trágicas. Raquel Rebolledo, en su trabajo “Pícaras y pulperas: las otras mujeres de la Colonia”, recoge una cita de Francisco Encina que muestra lo que ocurrió muchas veces en las pulperías y que las hizo motivo de constante preocupación de las circunspectas autoridades coloniales: "Casi en su totalidad -las pulperías- eran regentadas por mujeres de la hez del pueblo, zambas, mulatas y mestizas, que para vender invitaban a sus conocidos y conocidas a beber y a divertirse. Se seguían de aquí pendencias, puñaladas y asesinatos, y si se cree a los alcaldes de la época, se llegaba sin ningún temor a Dios, a los escándalos más vergonzosos. Tras el mostrador había una tapadera, donde se encontraban durmiendo, siempre revueltos, como bárbaros, hombres y mujeres que apenas se habían conocido allí".

Y ahí, en ese espacio vital de la ciudad, las pulperías, es donde encontramos a las mujeres coloniales, compartiendo e interactuando con “gentes de cien mil raleas”, produciéndose una mezcla de hábitos y costumbres que para los fiscalizadores resultó peligrosa. De hecho, la propia Raquel Rebolledo adelanta que en esos almacenes está la matriz de las chinganas “que más tarde se convertirán en nuestras tradicionales ramadas”.

Mujeres propietarias

En otro orden, el estudio de las fuentes coloniales muestra, tal como se dijo, que más allá de las normas y los acuerdos sociales, las mujeres son parte activa de este entramado urbano en nacimiento. Luis Thayer Ojeda, a comienzos del siglo XX, hace un extenso estudio sobre la formación urbana de Santiago en sus primeras décadas y la relación con sus propietarios, donde se puede ver cómo de los 330 solares que componían la ciudad fundacional de 80 manzanas, por lo menos 158 pertenecieron a mujeres en algún momento de los primeros 50 años de la urbe colonial, solares que además fueron adquiridos por diferentes motivos, no únicamente como dotes matrimoniales, sino también por compras directas o donaciones. Y mayor es la sorpresa aún cuando se aprecia que esas mujeres propietarias no solo pertenecen a la clase blanca dominante, sino que también hay gran cantidad de mestizas, indias e incluso mujeres negras.

Pasos callados

Con esos ejemplos particulares de las pulperas y las propietarias, apenas esbozados, a lo que podemos añadir la situación de las mujeres que, como señalamos más arriba, también cobraban deudas o administraban esclavos, estamos dando luces de que las mujeres jugaron un rol central en dichos espacios que son a su vez articuladores de la vida en comunidad, en este caso en una ciudad pequeña que está recién formándose. Y hablamos de las mujeres en general, yendo más allá de los casos particulares de féminas que descollaron en el espacio público durante la Colonia, como Inés Suárez o la no menos famosa Catalina de los Ríos y Lisperguer, La Quintrala.

Como indica Loreto Arismendi, las mujeres fueron más allá de la casa y el convento pues “en su calidad de sujetos históricos, se desenvuelven en la sociedad, se relacionan con sus distintos segmentos y forman parte de procesos sociales e históricos mayores, incluyendo su forma de relacionarse con los hombres”. Luego, agregamos nosotros, a contracorriente de lo que señalaban las leyes y las normativas sociales, arriesgando muchas veces la mirada inquisidora, el mote de “mujeres de mal vivir” cuando no derechamente el ingreso a la Casa de Recogidas, las mujeres sí incidieron en la gestación y el desarrollo de la ciudad… desde los márgenes es cierto, pero lo hicieron. Con pasos callados.