Acaban de anunciar que la torre más alta de Santiago (Titanium, 190 metros, 52 pisos) ya alcanzó su punto más elevado. Más allá de consideraciones estéticas, urbanísticas o económicas, este hecho refrenda un dato que no es necesario buscar en las estadísticas del INE para certificarlo (basta subirse a un bus o al metro, a cualquier hora casi): la capital, cuantitativamente hablando, contiene un número altísimo (¿demasiado?) de habitantes.
Y si a los niños y jóvenes que gustan de las comparaciones les provoca cierto gozo saber que Santiago está dentro de las aglomeraciones urbanas más pobladas del mundo (ocupaba el lugar 41 en una proyección de Naciones Unidas para el año 2007), lo cierto es que al sopesar necesidades versus recursos la situación se empieza a complicar. Más todavía si en el análisis incorporamos variables que trascienden los números y entran al campo, por poner un par de ejemplos, de la sociología o de la sicología.
Este crecimiento demográfico de nuestra capital implica, para mejor sobrellevarlo, ciertos desafíos que requieren nuevos enfoques, propuestas novedosas, recientes tecnologías. ¡Qué duda cabe! Pero también necesita miradas de largo plazo, hacia atrás y hacia adelante, al pasado y al futuro, que consideren la idiosincrasia local, los objetivos colectivos, el bien común, los errores y los aciertos cometidos.
En esta línea es que podemos situar el tema de los espacios públicos abiertos. En una metrópoli como Santiago, metidos de lleno ya en el siglo 21, con más de cuatro millones de residentes, es bueno preguntarnos qué importancia le asignamos a esos lugares en que se puede compartir abierta y democráticamente una conversación, una obra de arte, un beso, una canción, una tarde de otoño, un aprender del infante a caminar o a pedalear una bicicleta. Cierto es que al lado de estos placeres acechan (y no es pura retórica) miedos y temores, despropósitos y delincuencia, impersonalismos y egoísmos. Cierto. Pero el tema de fondo es cómo le damos cabida en la ciudad a los anhelos más nobles de los seres humanos que la habitamos.
Precisamente, hay quienes plantean que una forma de aminorar los peligros de la cada vez más alta densidad poblacional en la ciudad pasa por potenciar el uso de los espacios públicos, dotándolos de belleza escénica, de objetos admirables, de ofertas culturales y deportivas. Si la diversidad de personas que tiene ganas de gozar sanamente el presente se apropia de esos espacios, los hace suyos, los vive y los convive, los recrea y los protege, se logrará así también disminuir el rango de acción de quienes están en la vereda opuesta. Y deber de la autoridad es optar por ayudar a los primeros.
Cuando Santiago era pequeño, en sus primeros años (siglos, en verdad), no requirió de muchos de estos espacios abiertos para la sociabilización. Le bastó la Plaza de Armas. Ahí se encontraban casi todos, fuera en una ceremonia oficial, una corrida de toros, una misa, un dolor o una compraventa. Crecida la ciudad y amenazada desde siempre por los desbordes invernales o primaverales del Mapocho, a fines de la Colonia, cuando residía por estos lares don Joaquín Toesca y gobernaba O’Higgins el padre, se construyó una obra monumental: los Tajamares. Sin embargo, es destacable que la muralla no sólo se hizo con un propósito defensivo, sino que se transformó también en un connotado lugar de esparcimiento ribereño, que hizo decir al visitante inglés Georges Vancouver, hacia 1792, que “Suministra a los habitantes no solamente entera seguridad contra la inundación, sino también un agradable paseo”. Y más adelante, lograda la independencia nacional, gobernando O´Higgins el hijo, la Cañada fue convertida en el paseo de la Alameda de las Delicias.
La ciudad siguió creciendo y las autoridades extendieron (y mejoraron) los grandes espacios públicos, ya con una fuerte influencia cultural y urbanística francesa. Antes de 1850 se creó la Quinta Normal de Agricultura; luego, en la segunda mitad de ese siglo, casi en paralelo, el Parque Cousiño, actual O’Higgins, y el súmmum de los paseos amplios, inclusivos y democráticos, cuando el visionario Benjamín Vicuña Mackenna transformó el roquerío del Santa Lucía en la belleza que podemos contemplar y disfrutar hoy.
Al despuntar el siglo 20, para darle mejor vida al basural en que se había transformado la franja de terrenos baldíos que quedó entre la canalización del Mapocho, de 1891, y los antiguos tajamares, el abogado Paulino Alfonso propuso crear un nuevo paseo para deleite de los capitalinos. Los paisajistas franceses Jorge Dubois y Guillermo Renner, en momentos distintos, fueron los principales responsables de diseñar el extenso parque que incluyó no sólo especies arbóreas autóctonas y foráneas, sino también destacadas esculturas, sendas sinuosas, una laguna (hoy inexistente), juegos infantiles y el más importante edificio en Chile para cobijar a la exposición plástica: el Palacio de Bellas Artes.
Y si a los niños y jóvenes que gustan de las comparaciones les provoca cierto gozo saber que Santiago está dentro de las aglomeraciones urbanas más pobladas del mundo (ocupaba el lugar 41 en una proyección de Naciones Unidas para el año 2007), lo cierto es que al sopesar necesidades versus recursos la situación se empieza a complicar. Más todavía si en el análisis incorporamos variables que trascienden los números y entran al campo, por poner un par de ejemplos, de la sociología o de la sicología.
Este crecimiento demográfico de nuestra capital implica, para mejor sobrellevarlo, ciertos desafíos que requieren nuevos enfoques, propuestas novedosas, recientes tecnologías. ¡Qué duda cabe! Pero también necesita miradas de largo plazo, hacia atrás y hacia adelante, al pasado y al futuro, que consideren la idiosincrasia local, los objetivos colectivos, el bien común, los errores y los aciertos cometidos.
En esta línea es que podemos situar el tema de los espacios públicos abiertos. En una metrópoli como Santiago, metidos de lleno ya en el siglo 21, con más de cuatro millones de residentes, es bueno preguntarnos qué importancia le asignamos a esos lugares en que se puede compartir abierta y democráticamente una conversación, una obra de arte, un beso, una canción, una tarde de otoño, un aprender del infante a caminar o a pedalear una bicicleta. Cierto es que al lado de estos placeres acechan (y no es pura retórica) miedos y temores, despropósitos y delincuencia, impersonalismos y egoísmos. Cierto. Pero el tema de fondo es cómo le damos cabida en la ciudad a los anhelos más nobles de los seres humanos que la habitamos.
Precisamente, hay quienes plantean que una forma de aminorar los peligros de la cada vez más alta densidad poblacional en la ciudad pasa por potenciar el uso de los espacios públicos, dotándolos de belleza escénica, de objetos admirables, de ofertas culturales y deportivas. Si la diversidad de personas que tiene ganas de gozar sanamente el presente se apropia de esos espacios, los hace suyos, los vive y los convive, los recrea y los protege, se logrará así también disminuir el rango de acción de quienes están en la vereda opuesta. Y deber de la autoridad es optar por ayudar a los primeros.
Cuando Santiago era pequeño, en sus primeros años (siglos, en verdad), no requirió de muchos de estos espacios abiertos para la sociabilización. Le bastó la Plaza de Armas. Ahí se encontraban casi todos, fuera en una ceremonia oficial, una corrida de toros, una misa, un dolor o una compraventa. Crecida la ciudad y amenazada desde siempre por los desbordes invernales o primaverales del Mapocho, a fines de la Colonia, cuando residía por estos lares don Joaquín Toesca y gobernaba O’Higgins el padre, se construyó una obra monumental: los Tajamares. Sin embargo, es destacable que la muralla no sólo se hizo con un propósito defensivo, sino que se transformó también en un connotado lugar de esparcimiento ribereño, que hizo decir al visitante inglés Georges Vancouver, hacia 1792, que “Suministra a los habitantes no solamente entera seguridad contra la inundación, sino también un agradable paseo”. Y más adelante, lograda la independencia nacional, gobernando O´Higgins el hijo, la Cañada fue convertida en el paseo de la Alameda de las Delicias.
La ciudad siguió creciendo y las autoridades extendieron (y mejoraron) los grandes espacios públicos, ya con una fuerte influencia cultural y urbanística francesa. Antes de 1850 se creó la Quinta Normal de Agricultura; luego, en la segunda mitad de ese siglo, casi en paralelo, el Parque Cousiño, actual O’Higgins, y el súmmum de los paseos amplios, inclusivos y democráticos, cuando el visionario Benjamín Vicuña Mackenna transformó el roquerío del Santa Lucía en la belleza que podemos contemplar y disfrutar hoy.
Al despuntar el siglo 20, para darle mejor vida al basural en que se había transformado la franja de terrenos baldíos que quedó entre la canalización del Mapocho, de 1891, y los antiguos tajamares, el abogado Paulino Alfonso propuso crear un nuevo paseo para deleite de los capitalinos. Los paisajistas franceses Jorge Dubois y Guillermo Renner, en momentos distintos, fueron los principales responsables de diseñar el extenso parque que incluyó no sólo especies arbóreas autóctonas y foráneas, sino también destacadas esculturas, sendas sinuosas, una laguna (hoy inexistente), juegos infantiles y el más importante edificio en Chile para cobijar a la exposición plástica: el Palacio de Bellas Artes.
Ya hace más de cien años que el Forestal es uno de los oasis más importantes de este Santiago que hoy llega hasta los cerros y casi hasta el cielo. Generaciones de niños, jóvenes y adultos lo han disfrutado. Las hojas caídas en el otoño, como pedía Juan Francisco González, según cuenta el cronista Alfonso Calderón, nos continúan dando “el privilegio deleitoso de andar sobre ellas”. Los días laborales uno se puede sentar en cualquier banca a reflexionar de la vida entera si lo estima así, sabiendo que en pocos pasos contará con la micro o el metro que lo llevará al destino que sea; o puede disfrutar los fines de semana con la amplia gama de actividades culturales gratuitas que ofrecen grupos diversos; o puede pasear no más, si lo quiere.
Entonces, hoy nos volvemos a preguntar por el uso y disponibilidad de los espacios de sociabilidad en este maremágnum de gente y edificaciones, de tráfico incesante, de rostros desconocidos que topamos a diario. Si convenimos que un niño que tiene problemas de aprendizaje requiere mayor atención de sus padres y educadores, lo mismo podría manifestarse de una ciudad que se despersonaliza cada vez más. Los paseos públicos tienen que crecer y extenderse también, para ayudar a mejorar la convivencia. En esa línea, el Parque Forestal, bello y de fácil acceso, con todo un patrimonio que puede acercar a las nuevas generaciones a la historia y la cultura que hemos creado en conjunto, debe seguir luciendo y permitiendo la convivencia entre los santiaguinos. Por cierto que, en esos términos, enrejarlo y acotar los horarios de acceso no facilitará dicho propósito.
Tenemos entendido que el actual alcalde Pablo Zalaquett manifestó que se dará un tiempo para definir su posición frente a la propuesta de limitar el uso del Parque Forestal. Tal vez, sería interesante una actitud más proactiva para ampliar, en cantidad y calidad, la oferta cultural, recreativa y deportiva del parque y, de esa manera, limitar el radio de acción de quienes lo desean más solitario para delinquir.
Como señala el arquitecto José Piga, se necesita potenciar la calidad de vida de los habitantes urbanos y, claramente, su diagnóstico de que “El espacio público ha dejado de ser un lugar de diversidad y de interacción, efectivamente libre y democrático, sino que se ha privatizado y se controla”, debiera ser hoy, por “insustentable”, nuestra tarea revertir. No desaprovechemos la oportunidad con el Forestal.
Entonces, hoy nos volvemos a preguntar por el uso y disponibilidad de los espacios de sociabilidad en este maremágnum de gente y edificaciones, de tráfico incesante, de rostros desconocidos que topamos a diario. Si convenimos que un niño que tiene problemas de aprendizaje requiere mayor atención de sus padres y educadores, lo mismo podría manifestarse de una ciudad que se despersonaliza cada vez más. Los paseos públicos tienen que crecer y extenderse también, para ayudar a mejorar la convivencia. En esa línea, el Parque Forestal, bello y de fácil acceso, con todo un patrimonio que puede acercar a las nuevas generaciones a la historia y la cultura que hemos creado en conjunto, debe seguir luciendo y permitiendo la convivencia entre los santiaguinos. Por cierto que, en esos términos, enrejarlo y acotar los horarios de acceso no facilitará dicho propósito.
Tenemos entendido que el actual alcalde Pablo Zalaquett manifestó que se dará un tiempo para definir su posición frente a la propuesta de limitar el uso del Parque Forestal. Tal vez, sería interesante una actitud más proactiva para ampliar, en cantidad y calidad, la oferta cultural, recreativa y deportiva del parque y, de esa manera, limitar el radio de acción de quienes lo desean más solitario para delinquir.
Como señala el arquitecto José Piga, se necesita potenciar la calidad de vida de los habitantes urbanos y, claramente, su diagnóstico de que “El espacio público ha dejado de ser un lugar de diversidad y de interacción, efectivamente libre y democrático, sino que se ha privatizado y se controla”, debiera ser hoy, por “insustentable”, nuestra tarea revertir. No desaprovechemos la oportunidad con el Forestal.
3 comentarios:
mmmm da para comentar
siento que como ciudad perdimos el "norte".parques, casa, colegios, etc. cada vez mas blindados invitando a una vida encerrados y protegidos..con el mensaje permanente del miedo y que no podemos hacer nada al respecto..dificil..
Es un derecho humano el disponer de espacios públicos para el esparcimiento y la cultura. ¡¡Exijámoslo ya!!
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