lunes, 21 de diciembre de 2009

Martín Rivas: ciudad, literatura y… teleseries

Pila de Orsolino, Plaza de Armas de Santiago
Con bombos y platillos, en la denominada guerra de las teleseries que sostienen desde hace años los canales de televisión abierta, el área dramática del “canal de todos los chilenos” ya anunció que abrirá la temporada del 2010, la del Bicentenario, con una nueva versión del clásico Martín Rivas.

Algunos adelantos hablan de ciertos cambios en la historia original, como la presencia de un abuelo de Leonor Encina (la niña rica y veleidosa) y el arribo a bordo de un buque, desde el norte copiapino, del protagonista principal (el joven pobre, pero honrado). Adaptaciones que no debieran afectar el sentido final de la obra de Alberto Blest Gana, considerada la primera novela chilena, y a la que su autor le agregó el apellido de “costumbres político-sociales”. En lo particular, mientras la modificación en el guión no sea de fondo y promueva el interés de las generaciones más jóvenes por acercarse a la literatura, me parece legítima la apuesta.

Si bien muchos han caracterizado la temática de fondo de la novela como la historia del triunfo del esfuerzo personal y una muy buena muestra de la sociedad santiaguina de mediados del siglo XIX, no puedo dejar de traer a colación un escrito de Agustín Squella en que comenta un contrapunto que hace Darío Oses entre las figuras de Francisco Bilbao (personaje real que no aparece en la novela y uno de los líderes de la Revolución de 1851) y la de Martín Rivas (personaje de ficción por cierto, que se une a las huestes de la “Sociedad de la Igualdad” en esa asonada liberal).

Lo que Squella señala en ese artículo es que el personaje real (Bilbao, muerto en el exilio) representa, en el Chile de hoy, a quienes viven y actúan en consecuencia con sus principios y valores; en cambio, el ficticio (Martín Rivas, que de revolucionario en el inicio, termina acomodado en el seno de la elitista aristocracia) encarna en nuestros tiempos “esa alma nacional pacata, temerosa y débil (…) que explica también que el liberalismo continúe siendo visto aquí no sólo como una planta exótica, sino tóxica, y que se lo invoque únicamente para eludir la regulación de los negocios y evitar el pago de los impuestos”. Más claro, echarle agua.

En fin. Desde que apareció en 1862, Martín Rivas se transformó en un éxito literario y, con el tiempo, sigue siendo lectura recurrente en las aulas del país. En lo personal, siento aprecio por la narración, pues cuando la leí en mi adolescencia y, con el curso, nos llevaron al Teatro Nacional a verla, embelesados espinillentos, admirados de la presencia de la blonda Cecilia Cucurella interpretando a Leonor, nos dimos a la tarea de montar la obra de marras en las tablas del colegio… bueno, no era de madera precisamente el escenario del quintanormalino liceo 19.

Y no poco de interesante tiene esta novela, que será recreada por tercera vez en la emisora estatal. Recién daba sus primeros pasos el canal nacional (el 7, en los televisores de las antiguas perillas) y cuando era necesario producir programas que fueran reconocidos como propios, hacia 1970, Alejandro Perucci, Silvia Santelices y Anita Klesky fueron los actores que encarnaron a los personajes principales. Nueve años más tarde (apenas nueve años, pero ¡qué distancia enorme entre esos dos Chile!), Alejandro Cohen, Sonia Viveros y Patricio Achurra se encargaron de protagonizar nuevamente en televisión la creación de Blest Gana.

De ahí que a las puertas del 2010, es digno de elogio que el sempiterno Martín Rivas sea traído de vuelta a la pantalla chica, a recordarnos las ideas y formas de obrar de la sociedad chilena decimonónica, en otro esfuerzo por rescatar el patrimonio cultural de nuestro país. Entre otras cosas, también es loable porque la novela nos permite reconocer una parte del “Santiago que se fue”, como diría el maestro Oreste Plath.

En efecto, Martín Rivas transcurre casi íntegramente en la ciudad capital. De hecho, se inicia con el relato de la llegada a Santiago del joven provinciano, que viene a estudiar leyes y es alojado por el aristócrata y usurero Dámaso Encina; y finaliza con la imagen de Martín paseando por la Alameda de las Delicias, del brazo y el amor de la otrora caprichosa Leonor, tal cual solían hacer muchos jóvenes en la principal vitrina pública de ese entonces, demostrado en algunos atardeceres pintados por Alberto Orrego Luco.

Pero, además, en la novela es posible reconocer otros hitos capitalinos, que hace 150 años se enmarcaban en lo que Vicuña Mackenna llamó “la ciudad propia” y que referenciaban el devenir pausado de esos tiempos de carrozas y caballos, de calles empedradas y de tardes extremadamente largas. Por ejemplo, la Plaza de Armas es descrita por Blest Gana así: “En 1850, la pila de la plaza no estaba rodeada de un hermoso jardín como en el día (de hoy: 1862), ni presentaba al transeúnte que se detenía a mirarla más asiento que su borde de losa, ocupado siempre en la noche por gente del pueblo. Entre estos se veían corrillos de oficiales de zapatería, que ofrecían un par de botines o de botas a todo el que por allí pasaba a esas horas”.

En el texto recién citado se distingue la plaza que sigue marcando el centro de la ciudad, con adornos y usos distintos al actual, pero la misma fuente de agua que admiramos hoy, la llamada también “Pila de los lagartos”, obra del escultor italiano Francisco Orsolino, que homenajea a la independencia americana. He ahí una marca de antaño, un hito urbano, que nos permite vincularnos con nuestra historia, a través de las páginas de una ficción literaria. Buena excusa para que Martín Rivas sea solicitada a sus estudiantes por los profesores de Lenguaje y también por los de Historia y los de Arte. O para que los guías de turismo, cuando hablan a los turistas en la Plaza de Armas, le agreguen algo de enjundia a su discurso archi repetido sobre la fundación de Santiago y la Catedral y el Museo y el Cabildo y el Portal (si es que) y un poco de rápido etcétera.

Por cierto que hay más vínculos entre ciudad e historia en la obra de Blest Gana. Como por ejemplo en la descripción de los “picholeos” (juergas) en las casa de medio pelo, adonde llegan casi todos los personajes de la novela, partiendo por su protagonista principal y su idealista -y desafortunado- amigo Rafael San Luis (que no deja de evocarnos a los héroes reales e imaginados del Romanticismo, como al mismísimo Francisco Bilbao). Ya sólo por eso es valorable que Martín Rivas siga estando presente en el teatro y en las teleseries.

Agrego algo más. Es cierto que la ciudad que retrata Alberto Blest Gana, en gran medida, es la misma que todavía conservaba un aire colonial, con todas sus proyecciones en las relaciones sociales y con espacios y costumbres claramente diferenciados para los de arriba y los de abajo. Pero también muestra cómo en el 1850 ambos segmentos de la sociedad chilena se topan, se cruzan miradas y palabras y no se reconocen sólo al verse en una lejana pantalla televisiva, como suele ocurrir hoy en día.

Y no es mentira que, tal como se presenta en la novela, para la aristocracia de entonces (y el autor es reconocible, aunque díscolo, en ese estrato), los que no pertenecen a sus filas son vistos como un mero aderezo, muchas veces incómodo, de sus vidas. Sin embargo, insisto, en Martín Rivas no se esconde tal situación.

Porque precisamente esta novela nos permite adentrarnos, a través de una historia inventada, en un tiempo y lugar que sabemos real, que conoció de grandezas y pequeñeces, de personas acomodaticias y otras consecuentes, de una ciudad que vivía en el salón, en el cuartucho, en la plaza y en la calle, es que reitero mi agrado de que sea presentada Martín Rivas, una vez más, en forma masiva a las nuevas generaciones. Tal vez, dijo el goloso, no estaría de sobra que más libretistas intentaran lo mismo con “La sangre y la esperanza” o “Casa Grande”, por mencionar un par de ejemplos de novelas urbanas que, dentro del contexto de la parrilla programática de los canales nacionales, bien valdrían una apuesta como la que se hace con Blest Gana.

jueves, 29 de octubre de 2009

No hay mal que dure cien años… ni deuda que no se pague…

No he visto el comentado programa sobre los años ochenta. Algo me han dicho. Otro poco he leído. Que la estética en los vestuarios y que la selección musical son representativas; que las referencias a episodios históricos de la época o a personajes conocidos son certeros; que Enrique Maluenda y la voz de Sergio Campos aparecen inconfundibles; que las protestas callejeras y la crisis económica; que esto o que lo otro. En fin.

Como parte de la juventud de esos tiempos, no debí quedar indiferente ante el intento de un muy buen equipo de profesionales, dirigidos por Boris Quercia, por recordar (nos) esos años que pueden ser objeto de variados y disímiles epítetos, pero que nadie podrá dejar de reconocer, casi en forma unánime, como difíciles. Trataré de verlo pronto.

¿Por qué hoy, casi veinte años después de finalizado, se realiza un programa sobre ese decenio? Varias respuestas, todas certeras, darían cuenta de la pregunta: porque ya hay suficiente perspectiva histórica, porque hay mejor reconstrucción de los relatos fragmentarios, porque ya es tiempo de mirar sin miedo a ese pasado, porque varios de los actores principales están retirados de la escena pública o derechamente muertos.

Sin embargo, sumadas a las respuestas anteriores, hay una que me parece pertinente aventurar en esta oportunidad: porque quienes están (o debieran estarlo) asumiendo el relevo en la toma de las riendas del país, en todos los ámbitos, son personas que acaban de pasar o están pasando por los cuarenta años de edad; esto es, les corresponde, generacionalmente hablando, dirigir a nuestra sociedad. (Que esto no ocurra así es harina de otro costal y lo debatiremos en otro espacio). Por tanto, en el plano de la televisión, el cine o el teatro, y considerando su probada capacidad, los Boris Quercia, los Daniel Muñoz, los Daniel Alcaíno o las Tamara Acosta, pueden darse el gusto (y el trabajo) de hacer una obra que haga mención a sus experiencias colectivas de vida juveniles. Y ellos fueron jóvenes en los años ochenta…
Igual que muchos que en esa década formaron parte del movimiento estudiantil universitario, que se caracterizó por una atrevida y permanente acción a favor de la democratización del país y de las aulas. Aún a sabiendas que los riesgos eran caros. Lo mismo que los aranceles para acceder a las universidades. Precisamente, una de las reivindicaciones de los estudiantes de la educación superior de ese entonces consistía en solicitar el sistema de arancel diferenciado y el fin del famoso crédito fiscal (en simple: un préstamo del Estado a las universidades para que los jóvenes de escasos recursos pudieran intentar una carrera universitaria y, luego de dos años de egresados, con o sin título en la mano, esos mismos jóvenes devolvieran al acreedor).

Recuerdo ahora consignas, carteles, panfletos y coros que hacían alusión a lo injusto que era el sistema del crédito fiscal. Siempre el tema estaba presente en las demandas y movilizaciones estudiantiles; y no pocos aceptaron el préstamo con la esperanza de que un futuro gobierno democrático condonaría esa deuda. Se acabó la dictadura, llegó la democracia y las nuevas autoridades no sólo continuaron con la modalidad, sino que perfeccionaron la recaudación de lo adeudado: quienes no pagaran la cuota respectiva no percibirían la devolución anual del diez por ciento que hace Impuestos Internos por concepto de honorarios recibidos. Y pasarían, en tanto morosos, a Dicom.

Han pasado años. Algunos, unos pocos, muy pocos a decir verdad, de quienes fueron dirigentes estudiantiles en los ochenta llegaron a ocupar cargos de importancia en el Estado (¿otro “error de cálculo” de quienes arriesgaron tanto?). Pero en el imaginario colectivo, al menos en ese etéreo espacio, quedó la sensación que la generación ochentera algo tenía que decir al país. Por eso, desde ciertas tribunas (rincones, más bien), se ha tratado de analizar y debatir sobre las características y planteamientos del movimiento juvenil en la época de dictadura.

No recuerdo bien, pero me parece que fue en por el 2003 ó el 2005 que un grupo de ex líderes universitarios, al amparo de una institución cultural, organizaron, precisamente, un foro para hablar sobre las luchas y reivindicaciones de los ochenta. No pude asistir. Mas, al día siguiente, le pedí a un amigo -que sí pudo estar en el encuentro- que me contara los aspectos más relevantes. Y de ese relato guardé una anécdota que me hizo arriscar la nariz en el momento y que resumo a continuación:

Alguno de los presentes recordó que el no pago de la deuda por concepto del famoso crédito fiscal era una de las importantes reivindicaciones no asumidas por las nuevas autoridades. Palabras más, palabras menos. Sentado entre los panelistas estaba una de las pocas autoridades del gobierno central, quien había sido dirigente estudiantil en la Universidad de Chile en los ochenta. Ante el planteamiento, se inclinó hacia su compañero más cercano y le señaló, en voz baja para no interrumpir el debate, pero con suficientes decibeles para que se escuchara entre los más cercanos, algo así como: “yo tengo entendido que las deudas hay que pagarlas, ¿o no?”, en clara alusión a que el débito no admitía otra solución. El que decía tal sentencia hoy es Ministro de Salud y, antes de eso, Intendente Metropolitano.

Así es. Sin entrar a un debate ético, lo cierto es que las deudas hay que pagarlas. Aunque nos cueste, nos pese y nos disguste. Los chilenos (y aquí pueden entrar a opinar con propiedad los sociólogos e historiadores, entre otros) tenemos fama de ser buenos deudores; que por algo en nuestro país está tan extendido y aceptado el sistema de créditos. Hace un tiempo, comentamos con amigos que sería interesante conocer un estudio estadístico que determinara la veracidad de esa percepción. Y más: aventuramos que en el caso específico de los profesores con deuda de crédito fiscal, seguramente la tasa de devolución era muy alta.

Las deudas hay que pagarlas. De lo contrario, nos arriesgamos a no creer en los contratos. Miles y miles de personas en Chile, mes a mes, incluso con intereses que especialistas no trepidan en calificar de usureros, hacen lo imposible por saldar sus deberes financieros. La mayoría recibe el sueldo mensual y lo primero que hace es cancelar sus deudas. Pregunten a los deudores habitacionales, a los de las casas comerciales, de las automotoras, de los bancos y financieras, de las cajas de compensación. ¿Cuántas familias han tenido que vender sus más preciados bienes para saldar la deuda por una intervención hospitalaria? Y si no se paga una cuota, sabemos y asumimos que la deuda crecerá.

Las deudas hay que pagarlas. Tal vez, entonces, el actual Ministro de Salud converse con sus pares de Hacienda y Educación y les señale su apreciación sobre ellas. Después nos contará cómo le fue o qué le respondieron. Está claro que no será necesario hablar de responsabilidad ética o del aporte que hicieron los profesores para retornar a la democracia o de las pérdidas monetarias y sociales que sufrieron los maestros en esos difíciles años ochenta. ¡Qué va! Si lo cierto es que el Estado, cuando traspasó los colegios fiscales a los municipios, hizo perder a los docentes un aumento de sueldo otorgado en 1980 y que los beneficiaba en términos previsionales (antes de obligarlos a meterse en las AFPs). Que los profesores han recibido en los últimos 19 años un reajuste salarial significativo nadie lo duda. Pero eso no quita la deuda. Y no puede, el actual gobierno central, argumentar que la deuda prescribió por la cantidad de años que han pasado. ¿Se imaginan si todos los que debemos plata esperáramos, pacientemente, algunos años para que la deuda prescriba?

Actualmente, los maestros del país, en un momento delicado del año escolar, han asumido una acción que a todas luces es riesgosa y compleja. Tal vez el movimiento se acabe en cualquier instante. Pero no son los profesores los que tienen la llave para detener la huelga indefinida, salvo que se les pida renunciar a su dignidad. O que se establezca, de una vez, que las deudas pueden no pagarse.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Cerro Santa Lucía, un espacio para la diversidad


Punto referencial de los santiaguinos, visita casi obligada para turistas nacionales y extranjeros, escenario de escarceos amorosos, destino regular de la cimarra estudiantil, transgresor del tiempo y el espacio, lugar de encuentro intercultural, el cerro Santa Lucía permanece (porque a una inmobiliaria le saldría muy caro rasar el terreno para construir ahí un complejo de edificios) como uno de los hitos significativos de la capital. Aún con tanta construcción en altura rodeándolo y con el cada vez más ceniciento aire que opaca la visión de la ciudad, el cerrito mantiene su estatus de oasis de frescura y de otero privilegiado. Un intervalo en el tráfago de esta aldea que crece a destajo.

Imagino la actual ciudad hace 468 años, cuando los varios miles de indígenas que habitaban la cuenca del Mapocho se inquietaron con un grupo recién llegado, compuesto por un centenar y medio de paliduchos hombres y un numeroso contingente de yanaconas, quienes instalaron sus tiendas a los pies del actual cerro Blanco, al norte del río, mientras merodeaban el valle e intimidaban a sus originales moradores, montados en sus enormes bestias de cuatro patas. Algo grande se venía.

Mucho verde, bastante calor de seguro (era diciembre), chozas y cultivos varios, algunos canales de regadío que dejaron los incas, los cerros que rodeaban la cuenca, la enorme cadena montañosa que cerraba el espacio al oriente, el riachuelo que bajaba hacia el poniente… y el peñón rocoso, centro del dominio del cacique Huelén Huara, al sur del Mapocho.

Pedro de Valdivia debe haber intuido, sino sabido con certeza, que el mejor lugar para establecer su residencia definitiva estaba a los pies de ese mirador natural, que los indígenas llamaban, en su lengua, “Dolor”. Y el 13 de diciembre de 1540 se asomó la hueste española por el futuro Santiago de Chile. El mismo día en que el santoral católico recuerda a Santa Lucía. Como el nombre que pondría a la ciudad ya lo tenía claro, Valdivia reservó el de la beata de Siracusa para ese peñón que serviría de mirador preventivo.

Si bien un famoso cuadro del pintor Pedro Lira, masificado en unos cuantos billetes, ayudó a extender la idea de que Valdivia fundó Santiago arriba del Santa Lucía, no existe constancia de que haya sido así de cierto. Ni el libro Becerro (el de las actas del Cabildo) puede salvar esta duda, ya que se quemó en el ataque indígena que destruyó la precaria aldea, el 11 de septiembre de 1541, y fue rehecho sólo tres años después. Mejor es pensar -como lo hizo el historiador Armando de Ramón- que la fundación de Santiago, más que de un evento único, se trató de un proceso.

Salvo por el ataque encabezado por Michimalonco, Santiago no fue teatro principal de la Guerra de Arauco. Por ende, el Santa Lucía no cumplió su previsto rol de atalaya y más bien permaneció como hito que marcaba el límite oriental de la ciudad. Así fue durante toda la época colonial y los primeros años republicanos. Hasta que apareció el temple visionario de Benjamín Vicuña Mackenna.

Imbuido del espíritu liberal del siglo 19, del afán de progreso, de la preocupación por la higiene y el bienestar de los ciudadanos; conocedor de las transformaciones urbanas efectuadas por el barón Hausmann en París y de los avances tecnológicos y científicos de Europa; Vicuña Mackenna, desde su cargo de Intendente santiaguino, entre 1872 y 1874 se abocó a transformar el roquerío del Santa Lucía en el más excelso paseo público de la ciudad. Desde entonces permanece como una obra admirable y admirada (lo mismo que no podemos decir de otra de sus innúmeras creaciones, aunque no por culpa suya: la Sociedad Protectora de Animales).

Por cierto que don Benjamín recibió las críticas de rigor, cómo no, y su fortuna personal quedó bastante menguada. Pero perpetuó su nombre en Santiago con este hermoso lugar de esparcimiento y encuentro social. Así, desde entonces, el Santa Lucía no sólo representa un refrescante páramo lleno de verdor o admirables obras escultóricas. También, como lo deseaba Vicuña Mackenna, es un espacio en el que confluye buena parte de la diversidad humana que habita la ciudad. Y eso es rescatable en un mundo cada vez más segmentado.

De los varios ejemplos que pueden ilustrar el carácter socialmente inclusivo del cerro, podemos citar en esta ocasión la presencia permanente de las culturas indígenas o el diario deambular de grupos de gitanas, aparte del homenaje que el mismo Vicuña Mackenna instaló en el sector oriental a los protestantes que fueron enterrados ahí hasta 1874, por no permitírseles una tumba en el Cementerio General.

En efecto, en la ladera poniente del cerro, aunque poco perceptible desde la Alameda, existe una cueva que ha sido acomodada como una larga sala y en la que hoy funciona el Centro de Arte Indígena, CENWE. Ahí, representantes de las culturas aymará, rapa nui y mapuche, todos los días, ofrecen una variedad de artesanía y algunos productos culinarios típicos (como merquén o quínoa), que son apreciados por los muchos turistas que llegan al lugar, especialmente extranjeros.

Además de lo anterior, hay que mencionar que para el año nuevo indígena (24 de junio) y cada 12 de octubre, las principales organizaciones de los pueblos ancestrales presentes en Santiago suelen convocar a sus adherentes a realizar sendas y sentidas ceremonias en el Santa Lucía, en las que renuevan su compromiso con su particular cosmovisión y su sentido de identidad nacional. Así, el cerro se convierte en esas jornadas en una irisada muestra de diversidad.

Por otro lado, siempre en los jardines que caen a la Alameda, ahí por donde se levanta la gran piedra que recuerda una carta de Valdivia al Emperador o frente al mural con que la ciudad rinde homenaje a Gabriela Mistral, pasean en pequeños grupos algunas mujeres gitanas, con sus típicos atuendos y sus largas cabelleras, dispuestas a descifrar el futuro al transeúnte que ceda al asedio y le extienda su mano… y unas monedas, claro está.

Cierto es que las zíngaras no aceptan de buenas a primeras un no por respuesta y lo siguen a uno varios pasos en que insisten con su oferta. Y tampoco es mentira que a más de alguna se le ha visto agachada haciendo sus necesidades sin pudor en la ladera del cerro, no muy escondida a decir verdad. Pero su persistencia no es mayor a la que ocupan varias empresas que quieren venderte algo a través de una llamada telefónica. Lo interesante, para el caso que nos ocupa, es que el Santa Lucía se ha transformado en el espacio que las acoge y que nos recuerda que en Santiago no vivimos sólo nosotros (ahora bien, ¿quiénes somos nosotros? Es una pregunta compleja, cuya respuesta debatiremos en otra ocasión).

La diversidad humana que podemos apreciar en este cerro capitalino es una de las bondades surgidas de la ingeniosa mente de don Benjamín Vicuña Mackenna. Es lo que, entre otros aspectos, hace que el escritor Pablo Simonetti lo destaque en alguno de sus textos: “Ese monumento natural que se levanta contra los embates de la naturaleza y la desgracia, que intenta adornarse con los bienes de la cultura, que atrae como un imán a las parejas para recostarse en sus laderas, reúne desde lo más sólido de nuestro ser nacional -una historia monolítica y la vez fracturada como la roca granítica que lo constituye-, hasta lo más sensual e incluso lo más postergado”.

Por lo mismo, tal vez más notable que cambiarle el nombre (como lo han pretendido algunos parlamentarios para devolverle su original Huelén, en un afán de homenajear a los pueblos originarios), digo que más notable sería que las autoridades respectivas y los propios santiaguinos sigamos visitándolo y cuidándolo a diario, tratando de sensibilizarnos ante su belleza, de captar su larga historia y de profundizar su diversidad republicana.

lunes, 17 de agosto de 2009

Independencia y cultura: 196 años de la Biblioteca Nacional


A Micaela Navarrete

Los ánimos en Chile, desde septiembre de 1810, se encendían más cada día que pasaba, en tanto los acontecimientos y las acciones de diversos grupos obligaban a tomar partido a los indecisos. La instalación de la Junta de Gobierno fue una apuesta arriesgada de quienes, los menos todavía, anhelaban emular a los colonos norteamericanos y a los criollos de Quito y Caracas, para luego emprender la aventura de la emancipación plena. Hacia agosto de 1813, ya en el teatro de operaciones desplegaban sus energías los Carrera, O’Higgins, Henríquez y muchos jóvenes, otros no tanto, ilustrados y enérgicos, que querían torcer el curso de la historia hacia destinos de libertad y progreso (sí, está claro que a estas alturas, casi doscientos años después, la frase suena cursi; pero no es irreal). Y también los partidarios de mantener el statu quo jugaban sus fichas, encabezados por el propio Virrey de Lima y sus acólitos locales.

La tensión es máxima, se vive una verdadera situación revolucionaria, los debates y los actos conspirativos se multiplican, la propaganda es ardua. Y la acción política, los contenidos teóricos, la oposición discursiva, el argumento de la razón, se irá complementando con el despliegue militar, con el recurso de la fuerza. Los combates de Yerbas Buenas y San Carlos indican que no hay vuelta atrás.

La vorágine pudo hacer que los patriotas prescindieran, en esas circunstancias, impelidos a acudir al campo de batalla a defender sus ideas, de espacios para la creación cultural. Nadie se los podría enrostrar. Pero quienes de verdad tienen visión de futuro, quienes pretenden provocar un cambio profundo en las estructuras materiales y mentales, suelen sobreponerse a la inmediatez. Por ello, no cabe sino agradecer y saludar a los dirigentes de la gesta libertaria que, al mismo tiempo de armar una milicia y empuñar las armas, escribieron una proclama en la edición número 57, del jueves 19 de agosto de 1813, en El Monitor Araucano, en uno de cuyos párrafos rezaba que “… el primer paso que dan los pueblos para ser sabios, es proporcionarse grandes Bibliotecas”.

En efecto. Convencidos que un buen e independiente gobierno es, entre otras cosas, más que asegurar un territorio libre; más que invalidar las órdenes de una autoridad extranjera; por cierto, más que mantener un ejército que asegure las fronteras; digo que convencidos de aquello, los próceres de la emancipación nacional tuvieron el temple y la mirada profunda para incentivar también el crecimiento intelectual de sus conciudadanos. Y así dispusieron la creación de un espacio para el acopio de libros y su necesaria lectura. De esta forma, imbuidos de los ideales ilustrados, dieron el paso que originó la Biblioteca Nacional de Chile, institución del todo republicana que se transformará en faro cultural del país.

Pero no sólo crearon una biblioteca y entregaron los recursos para mantenerla con dignidad. Los próceres también realizaron una invitación a todo el pueblo, a que cada cual contribuyera con su crecimiento y sustento. Esto es, se trató de una empresa colectiva, participativa. En el mismo decreto citado anteriormente, que lleva las firmas de Francisco Antonio Pérez, Agustín Manuel Eyzaguirre y Juan Egaña, se indica que “Para esto se abre una suscripción patriótica de libros y modelos de máquinas para las artes, en donde cada uno al ofrecer un objeto o dinero para su compra pueda decir con verdad ‘he aquí la parte con que contribuyo a la opinión y a la felicidad presente y futura de mi país’. Todo libro será un don precioso, porque todos son útiles…”.

Vencidos momentáneamente los patriotas en 1814 e iniciada la etapa de Reconquista española, habrá que esperar hasta 1818 el nuevo impulso que reabrirá la Biblioteca Nacional y la dotará de un director a la altura de la misión: don Manuel de Salas. Todavía quedaban urgencias políticas y militares, pero una vez más se impuso el afán ilustrador. Con traspasos de libros de otras instituciones, con donaciones particulares pequeñas o de benefactores mayores, con la adquisición de colecciones privadas significativas, como las de Mariano Egaña, Benjamín Vicuña Mackenna o Andrés Bello, la Biblioteca Nacional fue tomando la envergadura que imaginaron sus creadores.

Y más aún. Estos campeones del liberalismo del siglo 19, no contentos con la posibilidad de hacer crecer la institución con los recursos propios y las donaciones voluntarias, obligaron, primero al propio Estado y después a los particulares, mediante el sistema del “depósito legal”, a que se entregara un número determinado de copias de cada publicación (actualmente son quince ejemplares de libros e impresos) para los archivos y anaqueles de la Biblioteca Nacional. He ahí, nuevamente reitero, visión de futuro.

Ya fuera en las dependencias de la antigua Universidad de San Felipe, hoy el lugar en que está el Teatro Municipal; ya en el edificio de la Aduana, donde hoy funciona el Museo de Arte Precolombino; ya en la sede construida en los antiguos terrenos de la Compañía de Jesús, detrás de la malograda iglesia que se incendió en 1863; ya en el histórico Tribunal del Consulado, donde se verificó el Cabildo Abierto de 1810, mismo lugar en que sesionó el Primer Congreso Nacional y donde hoy se ubica el ala oriente del Palacio de los Tribunales de Justicia; durante más de un siglo, la Biblioteca Nacional deambuló con su valiosa y creciente custodia por el casco histórico de Santiago, hasta que finalmente, como parte de las obras levantadas en honor al centenario de la República, recaló en 1925 en la actual sede, que se construyó en lo que fue el convento de las monjas clarisas.

Ilustres nombres se vinculan a la gestión de la Biblioteca Nacional: Manuel de Salas, Camilo Henríquez, José Miguel de la Barra, José Victorino Lastarria, Luis Montt, Guillermo Feliú Cruz, Juvencio Valle, son algunos de los más connotados. Sin embargo, son los más de un millón de usuarios anuales desconocidos (aunque no tanto, pues hay que inscribir el nombre al solicitar un servicio) los que validan cotidianamente la decisión de sus creadores.

Sin lugar a dudas que la constitución, sostenimiento y ampliación de las atenciones que presta la Biblioteca Nacional son un reconocido aporte a la difusión de la cultura en Chile. Algo que no se puede decir de acciones como las de imponer (y mantener) el cobro del IVA a los libros, un verdadero pistoletazo a la lectura. Al momento de conmemorar este 19 de agosto de 2009 los 196 años de su fundación, ad portas del celebrar el bicentenario republicano y en el curso de la discusión que ha de crear una nueva institucionalidad del patrimonio cultural en Chile (que también incidirá en la labor futura de la Biblioteca, en tanto parte de la DIBAM), interesante sería recoger los anhelos de aquellos visionarios hombres de estado que, en medio de la guerra que libraban en 1813, señalaron su preocupación porque “… al presentarse un extranjero en el país que le es desconocido, forma la idea de su ilustración por las bibliotecas y demás institutos literarios que contiene”.

Ahí tenemos, a la vez, un piso y un horizonte. En la historia de la Biblioteca Nacional encontramos empeño, carácter, participación ciudadana, voluntad de ser más; cultura de cada día y no fogonazos artificiales de tanto en tanto… ni menos disparos a la formación de un país ilustrado.

martes, 12 de mayo de 2009

Santiago necesita más espacios públicos… sin rejas...


Acaban de anunciar que la torre más alta de Santiago (Titanium, 190 metros, 52 pisos) ya alcanzó su punto más elevado. Más allá de consideraciones estéticas, urbanísticas o económicas, este hecho refrenda un dato que no es necesario buscar en las estadísticas del INE para certificarlo (basta subirse a un bus o al metro, a cualquier hora casi): la capital, cuantitativamente hablando, contiene un número altísimo (¿demasiado?) de habitantes.

Y si a los niños y jóvenes que gustan de las comparaciones les provoca cierto gozo saber que Santiago está dentro de las aglomeraciones urbanas más pobladas del mundo (ocupaba el lugar 41 en una proyección de Naciones Unidas para el año 2007), lo cierto es que al sopesar necesidades versus recursos la situación se empieza a complicar. Más todavía si en el análisis incorporamos variables que trascienden los números y entran al campo, por poner un par de ejemplos, de la sociología o de la sicología.

Este crecimiento demográfico de nuestra capital implica, para mejor sobrellevarlo, ciertos desafíos que requieren nuevos enfoques, propuestas novedosas, recientes tecnologías. ¡Qué duda cabe! Pero también necesita miradas de largo plazo, hacia atrás y hacia adelante, al pasado y al futuro, que consideren la idiosincrasia local, los objetivos colectivos, el bien común, los errores y los aciertos cometidos.

En esta línea es que podemos situar el tema de los espacios públicos abiertos. En una metrópoli como Santiago, metidos de lleno ya en el siglo 21, con más de cuatro millones de residentes, es bueno preguntarnos qué importancia le asignamos a esos lugares en que se puede compartir abierta y democráticamente una conversación, una obra de arte, un beso, una canción, una tarde de otoño, un aprender del infante a caminar o a pedalear una bicicleta. Cierto es que al lado de estos placeres acechan (y no es pura retórica) miedos y temores, despropósitos y delincuencia, impersonalismos y egoísmos. Cierto. Pero el tema de fondo es cómo le damos cabida en la ciudad a los anhelos más nobles de los seres humanos que la habitamos.

Precisamente, hay quienes plantean que una forma de aminorar los peligros de la cada vez más alta densidad poblacional en la ciudad pasa por potenciar el uso de los espacios públicos, dotándolos de belleza escénica, de objetos admirables, de ofertas culturales y deportivas. Si la diversidad de personas que tiene ganas de gozar sanamente el presente se apropia de esos espacios, los hace suyos, los vive y los convive, los recrea y los protege, se logrará así también disminuir el rango de acción de quienes están en la vereda opuesta. Y deber de la autoridad es optar por ayudar a los primeros.

Cuando Santiago era pequeño, en sus primeros años (siglos, en verdad), no requirió de muchos de estos espacios abiertos para la sociabilización. Le bastó la Plaza de Armas. Ahí se encontraban casi todos, fuera en una ceremonia oficial, una corrida de toros, una misa, un dolor o una compraventa. Crecida la ciudad y amenazada desde siempre por los desbordes invernales o primaverales del Mapocho, a fines de la Colonia, cuando residía por estos lares don Joaquín Toesca y gobernaba O’Higgins el padre, se construyó una obra monumental: los Tajamares. Sin embargo, es destacable que la muralla no sólo se hizo con un propósito defensivo, sino que se transformó también en un connotado lugar de esparcimiento ribereño, que hizo decir al visitante inglés Georges Vancouver, hacia 1792, que “Suministra a los habitantes no solamente entera seguridad contra la inundación, sino también un agradable paseo”. Y más adelante, lograda la independencia nacional, gobernando O´Higgins el hijo, la Cañada fue convertida en el paseo de la Alameda de las Delicias.

La ciudad siguió creciendo y las autoridades extendieron (y mejoraron) los grandes espacios públicos, ya con una fuerte influencia cultural y urbanística francesa. Antes de 1850 se creó la Quinta Normal de Agricultura; luego, en la segunda mitad de ese siglo, casi en paralelo, el Parque Cousiño, actual O’Higgins, y el súmmum de los paseos amplios, inclusivos y democráticos, cuando el visionario Benjamín Vicuña Mackenna transformó el roquerío del Santa Lucía en la belleza que podemos contemplar y disfrutar hoy.

Al despuntar el siglo 20, para darle mejor vida al basural en que se había transformado la franja de terrenos baldíos que quedó entre la canalización del Mapocho, de 1891, y los antiguos tajamares, el abogado Paulino Alfonso propuso crear un nuevo paseo para deleite de los capitalinos. Los paisajistas franceses Jorge Dubois y Guillermo Renner, en momentos distintos, fueron los principales responsables de diseñar el extenso parque que incluyó no sólo especies arbóreas autóctonas y foráneas, sino también destacadas esculturas, sendas sinuosas, una laguna (hoy inexistente), juegos infantiles y el más importante edificio en Chile para cobijar a la exposición plástica: el Palacio de Bellas Artes.

Ya hace más de cien años que el Forestal es uno de los oasis más importantes de este Santiago que hoy llega hasta los cerros y casi hasta el cielo. Generaciones de niños, jóvenes y adultos lo han disfrutado. Las hojas caídas en el otoño, como pedía Juan Francisco González, según cuenta el cronista Alfonso Calderón, nos continúan dando “el privilegio deleitoso de andar sobre ellas”. Los días laborales uno se puede sentar en cualquier banca a reflexionar de la vida entera si lo estima así, sabiendo que en pocos pasos contará con la micro o el metro que lo llevará al destino que sea; o puede disfrutar los fines de semana con la amplia gama de actividades culturales gratuitas que ofrecen grupos diversos; o puede pasear no más, si lo quiere.

Entonces, hoy nos volvemos a preguntar por el uso y disponibilidad de los espacios de sociabilidad en este maremágnum de gente y edificaciones, de tráfico incesante, de rostros desconocidos que topamos a diario. Si convenimos que un niño que tiene problemas de aprendizaje requiere mayor atención de sus padres y educadores, lo mismo podría manifestarse de una ciudad que se despersonaliza cada vez más. Los paseos públicos tienen que crecer y extenderse también, para ayudar a mejorar la convivencia. En esa línea, el Parque Forestal, bello y de fácil acceso, con todo un patrimonio que puede acercar a las nuevas generaciones a la historia y la cultura que hemos creado en conjunto, debe seguir luciendo y permitiendo la convivencia entre los santiaguinos. Por cierto que, en esos términos, enrejarlo y acotar los horarios de acceso no facilitará dicho propósito.

Tenemos entendido que el actual alcalde Pablo Zalaquett manifestó que se dará un tiempo para definir su posición frente a la propuesta de limitar el uso del Parque Forestal. Tal vez, sería interesante una actitud más proactiva para ampliar, en cantidad y calidad, la oferta cultural, recreativa y deportiva del parque y, de esa manera, limitar el radio de acción de quienes lo desean más solitario para delinquir.

Como señala el arquitecto José Piga, se necesita potenciar la calidad de vida de los habitantes urbanos y, claramente, su diagnóstico de que “El espacio público ha dejado de ser un lugar de diversidad y de interacción, efectivamente libre y democrático, sino que se ha privatizado y se controla”, debiera ser hoy, por “insustentable”, nuestra tarea revertir. No desaprovechemos la oportunidad con el Forestal.

jueves, 2 de abril de 2009

La República en un bello barrio


"Descubrí un bello barrio
de luces antiguas y gente amable".
Mauricio Redolés



Caminar a las nueve de la noche por la plaza Yungay de Santiago, por ejemplo un jueves o un lunes del presente otoño, es un ejercicio de sanidad y reencuentro que puede llevar, si se ha vivido la experiencia, a un espacio provinciano de hoy. Paseantes que se refrescan en la previa al recogimiento diario; niños que en sus patinetas apuestan a la última destreza antes de ser llamados a preparar los útiles escolares del día siguiente; el almacenero que vende los panes que le quedan o el tomate que acompañará la cena del vecino; jóvenes que discretamente flirtean o comentan las vicisitudes de la jornada que acaba. Las luces son tenues, igual que los decibeles emitidos por los conversantes de las pocas bancas ocupadas de la plaza. Sólo el motor de un auto, cada tanto, o las risas de los muchachos rompen la bucólica escena. Sí. En la tarde-noche, parece una plaza alejada de la capital.


Durante las horas laborales la situación cambia bastante, pero la también llamada Plaza del Roto Chileno mantiene la fisonomía de otra latitud más serena. Parece que no quiere asumir que está a pocas cuadras del centro de la ciudad más grande y traqueteada del país; y que le corresponde ser el portaestandarte de un barrio no pequeño y con una historia señera, iniciada hace exactamente ciento setenta años.

Consolidada la independencia del imperio español, en la década de 1820, tras el gobierno de O'Higgins vino una serie de apuestas institucionales sobre el tipo de país que sería Chile. Triunfantes los sectores más conservadores, con José Joaquín Prieto se iniciará el llamado período de los decenios. Importante papel jugó en esos momentos Diego Portales, quien también impulsó la participación del país en la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana. La batalla decisiva de este conflicto, el 20 de enero de 1839, se libró en el poblado peruano de Yungay y las autoridades prepararon un gran recibimiento a quien comandó las tropas nacionales, el general Manuel Bulnes, acompañado de sus oficiales y "rotos". El país hervía de patriotismo.


Por la misma época, la población de Santiago bordeaba poco menos de ochenta mil residentes y seguía creciendo. El viejo triángulo que limitaba a la ciudad (con vértice en el cerro Santa Lucía y que se enmarcaba entre el río Mapocho, la Alameda de las Delicias y la Acequia de Negrete, actual calle Brasil), se hizo estrecho. La capital, absolutamente consolidada en su primacía sobre otras ciudades, requería nuevos espacios habitables. Las miradas se dirigieron hacia el poniente. Y el gobierno de Prieto, en ese contexto, en 1839, decide crear, por primera vez en la historia independiente, un nuevo distrito planificado. Nace así el primer barrio republicano de Santiago.


Los ecos patrióticos de la guerra recién ganada llevaron a la autoridad, de seguro, a que se escogiera el 5 de abril, en recuerdo del triunfo independentista de Maipú, como la fecha en que se oficializa la creación del nuevo barrio. Y la batalla decisiva del mismo conflicto del norte hizo que el nombre fuera indiscutido: Yungay. Los límites estaban dados por la Alameda, el río, la Alameda de San Juan (actual Matucana, nombre que también alude a una batalla de la guerra contra la Confederación) y la ya mencionada Acequia de Negrete (Brasil).


La mayor parte de este terreno pertenecía a la numerosa familia del extinto Diego Portales, la que obtuvo importantes dividendos con la venta del predio. Pingüe negocio también para los primeros compradores, quienes la subdividieron y la delinearon: los ingenieros Jacinto Cueto y Juan de la Cruz Sotomayor (y que en el barrio son recordados con sendos nombres de dos calles paralelas, una de las que, equivocadamente, tiene en su señalética la denominación oficial de Rafael Sotomayor, uno de los políticos encargados de la Guerra del Pacífico).


Si consideramos que por los mismos años el Estado compró una gran predio más al poniente, a fin de destinarlo a la experimentación agrícola (la Quinta Normal de Agricultura), tal como señaló el historiador Armando de Ramón, nos encontramos aquí con un excelente ejemplo de cómo el mecanismo de la renta de la tierra juega un rol importante en la expansión y la especulación urbana. Claro, los precios de los terrenos del barrio Yungay, paso obligado entre el centro de la ciudad y la naciente Quinta Normal, tuvieron un alza sostenida que atrajo a segmentos de la aristocracia, de la intelectualidad y a muchos representantes de la creciente capa media, a la vez que lo despojó pronto de su estigma de arrabal extramuros y que llevó al intendente Vicuña Mackenna, tres décadas después, a incluirlo dentro de los límites de la "ciudad propia y cristiana".


No es menor señalar que en el nuevo barrio vivieron el sabio de origen polaco, y tercer rector de la Universidad de Chile, Ignacio Domeyko (su casa todavía se puede apreciar en el número 572 de la calle Cueto), el educador y político argentino Domingo Faustino Sarmiento o el poeta y político chileno Eusebio Lillo. Tampoco es baladí decir que en su interior se alzaron, por ejemplo, los edificios de la Escuela Normal de Preceptores (y su par femenina, hoy Museo de la Educación Gabriela Mistral); de los teatros Zig-Zag y Novedades (este último aún en pie); de las iglesias de San Saturnino y de Nuestra Señora de Andacollo; de la primera iglesia metodista de la capital; de la sede del Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, y de los liceos Amunátegui y Cervantes. Estos apretados ejemplos dan una idea de la impronta cultural e intelectual de Yungay. Pero no es lo único destacable.


Si hemos dicho que Yungay es, en Santiago, el primer barrio de la República, por ser creado tras la independencia, dicha connotación republicana se reafirma con otros hechos. Como acoger permanentemente a la población migrante, nacional o extranjera. Porque en su interior se han mezclado espacios obreros (como los retratados por Nicomedes Guzmán en su clásica "La sangre y la esperanza"), al lado (o "atrasito") de aristocráticas construcciones (como las del sector de "Concha y Toro"). Porque aquí, antaño, tuvo cabida la tertulia literaria de Rubén Darío y, hogaño, la creatividad de Mauricio Redolés. Porque cada 20 de enero, en la plaza principal, se expresa la pomposidad oficial que recuerda el triunfo en la batalla y, al mismo tiempo, el pueblo hace llover la challa con que se autofesteja. Porque aquí todavía es posible encontrar alguna farmacia que no se colude para aumentar artificialmente los precios, emulando a sus pares del barrio que en el siglo 19 "ostentaban vistosos letreros en los cuales se leía: ‘Médico gratis a cualquiera hora ofrece esta botica'", según nos cuenta el cronista Fidel Araneda.


Este carácter republicano del barrio Yungay, refrendado por su patrimonial historia, es en parte lo que motivó al Consejo de Monumentos a declarar recientemente "Zona Típica" a un espacio de casi 120 hectáreas de su interior. Este carácter republicano es el que, al caer la noche, se puede respirar apaciblemente bajo la figura del campesino-soldado que, obra de Virginio Arias, preside la Plaza del Roto Chileno. Este carácter republicano es el que saludamos en los 170 años del Barrio Yungay.

martes, 24 de marzo de 2009

Santiago con ojos de gringa… (*)

Nuestra ciudad capital, desde que Chile cortó amarras con el imperio español a principios del siglo XIX, casi de inmediato (y no por casualidad) recibió la constante visita e inmigración definitiva de ciudadanos de origen anglosajón. Comerciantes, aventureros, viajeros, científicos, religiosos (protestantes, por cierto), militares y buscadores de un mejor destino, entre muchos otros, se aparecieron por este confín del mundo con distintos propósitos. Es cierto que hubo los que pasearon por Santiago en tiempos de la Colonia, pero fueron más bien escasos.

Lord Thomas Cochrane y Charles Darwin son dos de los más connotados de estos personajes en la centuria antepasada. Incluso, posteriormente y hasta en días recientes, son varios los representantes de la casa real británica que se han dado una vuelta por estos lares.

No pocos de estos visitantes hicieron pormenorizadas descripciones de la capital y sus habitantes. Así ocurrió, por ejemplo, con dos mujeres que, por razones distintas y en épocas bien diferentes, se pasearon por las mismas (o casi las mismas) calles que transitamos los nacidos en estos terruños. De hecho, una de ellas todavía reside en el país (hago un alcance al final del texto).

Mary Graham, hija y esposa de marinos ingleses, viajaba con su marido por América cuando quedó viuda en el Cabo de Hornos. No tuvo problemas para asumir su nueva condición y, al atracar el barco en Valparaíso, en abril de 1822, decide quedarse un tiempo en Chile. Durante casi un año será una aguda observadora del paisaje y las vicisitudes que atravesaba la naciente república. Todo lo que vio Graham lo publicó bajo el título de “Diario de mi residencia en Chile en el año 1822”. Vinculada a la aristocracia inglesa, acá tuvo la oportunidad de tratar con los personajes más prominentes de aquel entonces, incluidos el Director Supremo, Bernardo O’Higgins, y algunos sobrevivientes de la familia de los Carrera.

Aunque pasó la mayor parte del tiempo en Valparaíso, casi todo septiembre Mary Graham estuvo en la capital. Acá hizo varios viajes menores, con sendos paseos a la zona de Talagante, Melipilla y a los baños de Colina (en tiempos en que eso implicaba varios días). Entre las muchas observaciones que hizo de Santiago y sus habitantes, es imposible no traer a colación algunas que reflejan todavía nuestra forma de ser y de comportarnos; u otras que bien describen la ciudad en esa época.

Por ejemplo, en cuanto a los hábitos alimenticios, en la primera cena que prueba en la capital, nuestra cronista señala que “la comida fue mucho más abundante de lo que es consistente con el buen gusto, pero todo estaba bien servido aunque con demasiado ajo y aceite. El pescado fue el último plato. Todos los guisos fueron servidos en la mesa y fue difícil resistir las constantes invitaciones para probarlo todo. Se considera una muestra de la mayor amabilidad el sacar alimentos del propio plato y ponerlo en el de un amigo, y nadie tiene escrúpulos de servirse de otro plato con la misma cuchara o cuchillo con la que ha estado probando o incluso comiendo de la fuente. En los intervalos se ofrecía pan, mantequilla o aceitunas. A juzgar por lo que vi hoy, los chilenos tienen un gran apetito, especialmente por los dulces, pero son muy parcos en la bebida”.

En otra anotación, que muestra el influjo de la religión católica en el país, Graham declara su abierta desilusión porque no pudo conocer el funcionamiento de algunas instituciones, en una jornada en que se celebraba a san Agustín: “… cuando fui con el señor de Roos a visitar la escuela lancasteriana, encontramos que todos los niños se habían ido a misa en honor a San Agustín y la escuela estaba cerrada. Nos dirigimos a la imprenta nacional, las puertas estaban cerradas y los impresores en misa. De allí nos dirigimos hacia la cámara del Consulado, esperando presenciar una sesión de la convención, pero los miembros estaban en misa. Entonces, desesperada por ver cualquier lugar público o gente, pensé en ir a dibujar y reparé en la plaza (de Armas), en donde se me había prometido un balcón con tal objeto, pero el dueño del lugar había ido a misa y llevó consigo las llaves”.

Por último, rescato ahora del diario de la inglesa Mary Graham –escrito en 1822-, su visión panorámica de la cuenca de Santiago, desde las alturas de la cuesta de Lo Prado: “Finalmente llegamos a la cima y los Andes aparecieron en blanca majestad sobre cien cadenas de cerros menores (…). Los altos cerros que rodean a la ciudad y la cadena de montañas más magnífica del mundo, la cordillera de los Andes, cubierta con nieve, con sus cimas disparándose hacia el cielo y densas nubes en las quebradas oscuras, ofrecían a mi vista una escena como jamás había contemplado antes”. Por cierto, en aquellos años no era necesaria la existencia de un “gerente del aire” en la capital.

Muchos años después que Graham, más de 130 para ser exactos, cuando Santiago y Chile habían cambiado bastante (lo mismo que el resto del mundo), otra mujer nacida en Inglaterra, cultivadora de la danza, también en barco, por razones ligadas al amor, vino a este lado del mundo. Hacia septiembre de 1954, con previa recalada en Valparaíso, Joan Turner arribó a la ciudad capital. Acá se dedicó a enseñar y a mostrar su profesión, se separó de su primer marido chileno y se unió sentimentalmente, para siempre, con una de los íconos de nuestra cultura: Víctor Jara. Enviudada de forma trágica en 1973, Turner volvió a su país –con dos hijas, un nuevo apellido y muchos recuerdos-, para retornar definitivamente a Chile en 1983, con un libro bajo el brazo: “Víctor Jara, un canto truncado”.

En el texto de Joan Jara también es posible encontrar abundantes referencias a los paisajes y costumbres de los chilenos, en general, y de los capitalinos, en particular. En lo que concierne a la alimentación, por ejemplo, esta otra “gringa” refiere su admiración por la forma en que acá llenamos el estómago a media tarde: “Tazas de té y de café mantenían despierta a la gente, y después de una sesión de trabajo todos tomaban ‘onces’, esa típica costumbre chilena de la tarde que no tiene ninguna semejanza con el británico ‘té de las cinco’. Tazones de leche caliente coloreados con té fuerte, panecillos untados con mantequilla, queso, puré de paltas o dulce de membrillo (…). Si hacía poco Víctor había ido al mercado, podía haber queso de cabra y arrollado de carne de cerdo bien aliñada y picante…”.

Y así como a la inglesa Mary Graham, en 1822, le llamó la atención que una fiesta religiosa detuviera las labores habituales de la población, su coterránea Joan Jara hace mención a un episodio -de fines de los años sesenta- en que la recopilación folclórica de su marido tuvo un fuerte desencuentro con ciertos sectores católicos: “A esa grabación siguió rápidamente otra, con ‘Paloma quiero contarte’ y una de las canciones cómicas del repertorio de Víctor, con juegos de palabras típicamente chilenos, que se mofaba de la pasión de ‘La beata’ –título de la canción- por el cura a quien confesaba sus pecados, con un humor picaresco (…). Se produjo un alboroto descomunal. Víctor se encontró envuelto en un escándalo. Muchas radios prohibieron la emisión del disco. Después la Oficina de Información de la Presidencia ordenó que fuera retirada de las tiendas y se destruyese el original”.

Finalmente, también en su primer encuentro con la capital, Joan Jara tiene destacadas palabras para describir el paisaje que la rodea: “La llegada a Santiago significó enfrentarse cara a cara con los Andes, imponentes cumbres cubiertas de nieve que dominan el cielo y la ciudad, una gran muralla que te espera en las esquinas, tan próxima que llegabas a convencerte de que, si alargabas la mano, podías tocarla. En cuanto ves los Andes, comprendes por qué los niños chilenos invariablemente dibujan paisajes con una cadena de montañas en el fondo”.

Así fue vista y referida en parte, por estas dos mujeres nacidas en Inglaterra, en momentos bien disímiles, nuestra ciudad capital. Es obvio que hay muchos cambios -físicos y culturales- entre los dos instantes en que estas “gringas” escribieron sus libros. Y también respecto al actual Santiago. Pero no dejan de ser notorias ciertas coincidencias y algunos elementos que parecen perdurar.

(*) En este mes de marzo de 2009, la Cámara de Diputados de Chile aprobó la moción de concederle la Nacionalidad por Gracia a Joan Jara, reconocimiento que será ley si lo aprueba el Senado. Por lo mismo, el título de este texto debiera ser “Santiago (casi) con ojos de gringa”.

jueves, 12 de febrero de 2009

Una canción para Santiago

Pese a que el más mediático aniversario vinculado a Santiago en estos días tiene que ver con los dos años de la puesta en marcha del Transantiago, me parece que a sólo meses de llegar al bicentenario de la República bueno sería también recordar que hace poco más de cuatro siglos, 468 años exactamente, un grupo de ciento cincuenta españoles, comandados por Pedro de Valdivia, dio inicio a un proceso más complejo y profundo, que le cambió la vida a los miles de indígenas que habitaban la cuenca del Mapocho… y a los propios peninsulares, por cierto. Es el inicio de la mixtura (no sin violencia) que hizo de nosotros lo que somos.

Tal como se señala en el acta de fundación, un 12 de febrero fue la fecha oficial del nacimiento de Santiago del Nuevo Extremo. Seguramente la ceremonia no se efectuó en una terraza del cerro Huelén (rebautizado por los españoles como Santa Lucía), según muestra un cuadro de Pedro Lira que se popularizó impreso en billetes de 1 escudo. Lo más probable es que el acto haya sido en torno a la actual Plaza de Armas. Pero, como dijo Armando de Ramón, más que de un momento particular, es mejor indicar que la fundación de Santiago fue un proceso. Lo importante es que nació una ciudad, nuestra ciudad, la ciudad capital de Chile.

Y la ciudad puede ser homenajeada de muchas maneras. Por ejemplo, invitándonos a sus habitantes a tener un rol más activo en la toma de decisiones que nos conciernen a todos. Por mi parte, entre tantos distinguidos personajes o historias notables de esta ciudad que podrían servir de tributo a Santiago, quisiera recordar a algunos artistas, sólo cinco casos, que plasmaron su visión de la capital a través de la música y el canto. No es por cierto una tarea que acabe aquí (se puede continuar, por ejemplo, en los colegios).

La primera en ser citada es la madre Violeta Parra. Llegada del sur del país, Violeta moró sus primeros años capitalinos en el barrio Yungay (con justeza, recién declarado zona típica en un sector bien amplio) y no es extraño que recuerde -en una de sus estadías en Francia- lugares como la calle Matucana y la Quinta (Normal) en “Violeta ausente”, tema que también podemos ver y oír en una versión de Los Jaivas (http://www.youtube.com/watch?v=9rqhL8keNdA).

El famoso “guatón” Segundo Zamora, nacido en tierras salitreras, nos legó el que perfectamente podría ser un himno de la capital: “Adiós, Santiago querido”, tema que también está lleno de nostalgias por lugares entrañables de la ciudad, coincidiendo con Violeta en nombrar la calle Matucana (en su, antaño, brava esquina con la calle San Pablo) y la Quinta Normal. En internet pueden disfrutar de la versión que grabó el conjunto del Ballet Folclórico de Chile (Bafochi) y que sirve de trasfondo para presentar varias imágenes de Santiago: http://www.youtube.com/watch?v=rmUxswRGV8k.

La mirada irónica de nuestra ciudad no puede estar ausente en esta pequeña revisión; y el encargado de mostrarnos algunas de las contradicciones que a diario vivimos y sufrimos los santiaguinos es el trovador Eduardo Peralta, con un tema que hizo popular en peñas de los años ochenta: “Santiago”, en el que festina, entre otras cosas, con el uso de anglicismos y con la importancia “cultural” de la televisión. Pueden recordar esta canción, en versión de su autor, en http://www.youtube.com/watch?v=cVMR5M59_y0.

Otro tema que pasea por parte de nuestra capital es el que compuso Joaquín Prieto y que grabara (como muchos otros) su más conocido hermano Antonio: “Huija”. De nuevo tenemos la mirada del que recuerda, como diría Oreste Plath, “el Santiago que se fue”, el que los Prieto vivieron cuando pequeños, vendiendo pescados en la calle Bascuñán o recorriendo la ciudad en el desaparecido tranvía. La canción es posible escucharla acompañada de varias fotografías en http://www.youtube.com/watch?v=-VcXFzvlIkY.

Por último, no podía estar ausente la creación que hizo Luis Le-Bert y que grabó y popularizó con Santiago del Nuevo Extremo: “A mi ciudad”. Aquí nos encontramos con una canción que refleja a la ciudad que le robaron “el sol de primavera”, pero que invita a recuperarlo uniendo las voces. Es, tal vez, la más representativa del Santiago de la década de los ochenta y podemos apreciarla en su versión original, también con una serie de imágenes, en http://www.youtube.com/watch?v=mTn_naBDi6I.

Es cierto: hay muchos más temas y autores que le han dedicado música y versos a nuestra capital. Algunos recrean calles y barrios; otros pasean por pequeñas y grandes historias; otros muestran a famosos y desconocidos personajes. En algunos casos los sonidos se vinculan a la tradición campesina; en cambio varios se nutren del rock. Hay canciones divertidas y bucólicas. Pero es indudablemente Santiago, que por estos días está de cumpleaños, el escenario o el motivo del canto. Completar o aumentar el listado ofrecido es, como señala Mauricio Redolés en uno de sus poemas, tarea para la casa.

jueves, 5 de febrero de 2009

La identidad recreada en Violeta Parra

Si bien la obra de Violeta Parra, muchas veces, es destacada por el rescate que hace de las viejas tradiciones, varias de las cuales se conservaban casi en forma exclusivamente oral, y por sus creaciones musicales de claros contornos folklóricos, el concepto de identidad que logra diseñar la creadora nacional no corresponde a lo que podríamos llamar una pieza de museo. Es decir, Violeta entiende que la identidad cultural, aun cuando se liga impajaritablemente con determinadas bases o raíces desde las cuales emerge, no es una estructura que se queda quieta en el tiempo, sino que a cada rato se nutre de nuevos aportes.

Esta idea de identidad recreada implica reconocer que la realidad es un constante devenir que no se puede quedar anquilosado en estructuras inamovibles, ya que estamos hablando de fenómenos sociales (como lo es la cultura de un pueblo) y que, por tanto, están dotados de una capacidad de renovación constante. Es la vieja dicotomía entre lo viejo y lo nuevo, donde las mentes y personalidades que buscan el desarrollo de los pueblos se afanan por potenciar las posibilidades de la gente, a partir del reconocimiento, rescate y difusión de aquello que está en el origen de un camino.

Y Violeta Parra es una personalidad progresista que busca superar las limitaciones que constriñen al ser humano, que busca con creatividad nuevas sendas para desarrollar la potencialidad del hombre. Pero si no se conoce lo que se es (y no se reconoce), ¿desde qué base se puede generar un aporte? ¿Cuál es la especificidad que constituye el aporte propio a la mancomunión del humano, en cualquier parte del planeta? No es el nacionalismo decimonónico lo que caracteriza la obra y el pensamiento de Violeta Parra.

Por ello es que su trabajo -fuerza es reiterar que recoge y se alimenta de las tradiciones más ancestrales de la vida campesina chilena- no se limita a una glorificación acrítica de las raíces propias, sino que las recupera para que no sean sepultadas en el olvido y, yendo más allá, les otorga una forma que trascienda la simple copia. Lo que hizo Violeta se asemeja a lo que hicieron los grandes genios de la música clásica al universalizar las tradiciones, desde donde emergen y se nutren sus obras. Y una obra que se precie de ser universal, como ocurre en el caso de Violeta, debe recurrir a un lenguaje que trascienda los márgenes de las raíces de donde proviene esa obra, por muy identificada que esté con dicha matriz.

Con otras palabras, es lo que señala Leonidas Morales en un texto sobre la génesis del arte de Violeta Parra, al describir la dicotomía que se presenta para la autora chillaneja (y para la sociedad en su conjunto) entre los mundos urbano y rural (que vendrían a representar la oposición entre lo viejo y lo nuevo): “No se trataba pues de prolongar la tradición de la cultura folklórica como si nada la alterara, sino de recrearla en un plano de libertad. Esta recreación, dirigida necesariamente a un receptor urbano, el único en condiciones de penetrar en su sentido, debía realizarse además con los procedimientos propios del arte urbano. Por eso, junto con hacer suyo el saber artístico del folklore, el largo aprendizaje de Violeta incluyó la búsqueda, en las más diversas modalidades del arte popular urbano, de las orientaciones que le permitieran recrear la herencia de la cultura folklórica, salvándola sin traicionar su espíritu, y salvándose ella misma en la recreación”.

La propuesta de identidad que nos hace Violeta se parece a lo que Cristian Santa María, en la presentación de la primera edición de las “Décimas”, en 1970, dijo respecto a la publicación de esa obra: “No es monumento, sino faro”. ¿Qué otra cosa podríamos decir al leer (y escuchar, y cantar) canciones como “Gracias a la vida” o “Volver a los diecisiete”, las más difundidas de sus obras musicales? Es cierto que en ellas encontramos ritmos, instrumentos y palabras propias de lo que llamamos nuestra cultura; pero, también encontramos una lírica de alcances más universales, las mismas que hacen decir a algunos que mientras nosotros sólo conversamos con las flores, Violeta se permitió conversar con las estrellas.