martes, 23 de noviembre de 2010

Historia, futuro y... tecnocracia...

Viernes 19 de noviembre de 2010, Plaza de Armas de Santiago, cerca de las 20 horas. Más de cinco mil personas se aprestan a disfrutar de la puesta en escena de la clásica obra Carmina Burana, interpretada por el Coro Sinfónico y la Orquesta Sinfónica de la Universidad de Chile. Poco antes del inicio de la función, es presentado el rector de la Casa de Bello, Víctor Pérez Vera, quien agradece la asistencia y señala que espera que cada año, en ese mismo espacio, se lleve a efecto una función similar como regalo que la Universidad (“su Universidad”, le recuerda a los presentes) entregue a la ciudadanía en el día del cumpleaños de la principal entidad universitaria del país.

Pese a que un viento frío fue avanzando por la tarde-noche de ese viernes 19, quienes permanecieron en la céntrica plaza no dejaron de apreciar la cálida entrega de los artistas que emocionaron con el oratorio del alemán Carl Orff. Y al finalizar, un aplauso cerrado, de varios minutos, resonó en las paredes de la Catedral, los portales, el Municipio, el Museo… Sin embargo, quizás, lo más conmovedor no estuvo al acabar la función, sino al comienzo, cuando el mismo cuerpo de músicos y cantantes entonó la Canción Nacional y el Himno de la Universidad de Chile. ¿Por qué? Porque daba cuenta de que esta institución republicana, nacida en 1842, con ese acto simbolizaba la mantención de su vocación de servicio hacia el país, a todo el país.

La ley orgánica del 19 de noviembre de 1842, que creó la Universidad de Chile y que fuera encomendada un par de años antes por Manuel Montt a Andrés Bello, representó la materialización de un consenso en base a dos ideas centrales: por un lado, que la educación era el pilar fundamental para lograr una verdadera emancipación nacional; y, por el otro, que el Estado debía cumplir un papel rector en la organización y orientación de la tarea educadora. Gran consenso, el mismo que se reiterará en otros episodios de la historia de Chile, como cuando se nacionalizó el cobre.

Un alcance más al halo que rodeó el nacimiento de la Universidad de Chile. La misma ley que la originó establecía que cada año, para las fiestas patrias, se debía celebrar una sesión pública en que se leyera una memoria referida a la historia nacional. El primer trabajo en esta línea lo desarrolló José Victorino Lastarria, en 1844, con un texto acerca de la influencia social de la Conquista y del sistema colonial. Claramente, con estas decisiones y acciones se unía pasado y futuro, memoria y porvenir. Y cuidado, que Lastarria y Bello (el primer rector) tenían serias discrepancias políticas y, me atrevo a decir, ideológicas.

Más recientemente, en un trabajo titulado “Memoria y proyecto de país”, el sociólogo Manuel Antonio Garretón indica que “nuestro futuro como comunidad nacional es el modo como enfrentemos y resolvamos hacia adelante nuestro pasado”. Y, agrego, lo mismo cabe decir de la comunidad mundial. Esa es la esencia del estudio de la historia: el porvenir (“es por eso que un día me vi en el presente, con un pie allá, donde vive la muerte, y otro pie suspendido en el aire buscando lugar”).

No enseñamos (o estudiamos) la historia como un ejercicio de chochería senil. A Leonard Shelby, personaje de ficción de la película Memento y afectado de una amnesia que le impide recordar los hechos recientes de su vida, no hay nada que lo angustie más que no saber su pasado; no puede tener una existencia normal, no puede proyectarse en el tiempo porque, en definitiva, no sabe quién es.

Luego, de qué proyecto de país, de qué salto al desarrollo, de qué futuro esplendor hablamos si no nos interiorizamos de lo que hemos sido, de lo que hemos hecho (bien o mal, que para el caso es lo mismo). ¿Tendremos que condenarnos como sociedad, tal cual Sísifo, a cargar una y otra vez con la misma piedra sobre nuestros hombros? ¿Queremos correr irresponsablemente el riesgo de reiterar los errores (y volver a cometer los horrores) que registra nuestra bicentenaria historia independiente? ¿Para eso se propone rebajar las horas de historia en los colegios?

Quienes justifican la disminución de las horas de aula de la historia y las ciencias sociales en las escuelas dicen que no sacamos nada con enseñar estas materias si muchas investigaciones señalan que los chilenos no comprendemos lo que leemos. ¿Y en qué quedamos con eso de la integración de contenidos de naturaleza diversa? ¿Acaso los textos de historia no sirven para reforzar la lectura comprensiva (y crítica, por cierto) entre los estudiantes? Digo más: ¿saben ustedes lo que aprenden de matemáticas y números los escolares cuando en las clases de historia y geografía se enseña a calcular la diferencia entre los años anteriores y posteriores a Cristo?, ¿o cuando se les pide que determinen la distancia en grados entre un punto y otro del planeta? Es decir, matemática y lenguaje se pueden integrar con las materias de historia y ciencias sociales. Entonces, me queda la duda sobre el sentido final que tiene la actual (y discutible) propuesta ministerial.

Y aquí volvemos al tema de los consensos. Porque la reciente modificación del Plan de Estudios anunciada por el Ministerio de Educación (Mineduc) parece obedecer no a una investigación súper rápida (ni profunda ni ampliamente debatida) de los asesores del actual ministro del ramo. Hay una resolución del 27 de enero del presente año, del Consejo Nacional de Educación (sucesor del Consejo Superior de Educación), que aprueba una propuesta que hiciera la anterior administración del Mineduc, el 24 de septiembre de 2009, según se desprende del Acuerdo Nº 020/2010 del citado Consejo, y que quizás sea el germen de la presente medida.

Esto es, la decisión de disminuir las horas de historia y ciencias sociales en los colegios pareciera ser parte de un consenso tecnocrático (sin participación ciudadana) de aquellos para quienes no importa la memoria y el pasado; de aquellos que están más allá o más acá de una tenue (casi imaginaria) línea que separa a sectores del oficialismo y de la oposición; de aquellos que desean mano de obra barata, sumisa, acrítica e inculta; de aquellos que hoy disminuyen las horas de historia y de aquellos que ayer obraron de manera similar con las asignaturas de filosofía y de francés.

El reciente anuncio ministerial no representa, por cierto, el espíritu del consenso que lograron en su momento Bello y Lastarria. No parece acorde a los propósitos de quienes fundaron la Universidad de Chile, musical y cálidamente enunciados por el concierto del pasado viernes 19, cerca de las 20 horas, en la Plaza de Armas de Santiago.

martes, 31 de agosto de 2010

El Huáscar y las campanas

Diversas voces reiniciaron una vieja discusión en relación a la posibilidad de devolver el monitor Huáscar, anclado desde hace años en Talcahuano, a su país de origen. La historia del temido barco peruano, igual que la caballerosidad de su comandante Miguel Grau, que hundió a la Esmeralda en Iquique, que luego campeó en las costas chilenas y que, finalmente, fue capturado por la marina chilena en Angamos, es conocida por todos. Lo que muchos no saben hoy, ante la idea de la devolución, es qué hacer con la nave; mientras algunos prefieren que permanezca donde mismo y otros apostamos por hacer un gesto enaltecedor al respecto. Venga entonces una vieja-nueva historia para ayudar a decidir.

El 8 de diciembre de 1863, en Santiago y en el país se celebraba la finalización del Mes de María, una de las fiestas más importantes del mundo católico. Los distintos recintos religiosos se ornamentaron pomposamente, esperando una alta concurrencia. Precisamente, una de la iglesias que se atestó de gente, en especial de mujeres con niños y criadas, fue la de la Compañía de Jesús, que ocupaba el sector oriental del terreno comprendido entre las calles Bandera, Compañía, Morandé y Catedral (en la misma época que en la parte poniente de esa manzana se construía el edificio del Congreso Nacional).

El exceso de velas (y unas puertas que abrían hacia adentro) costó caro a la multitud agolpada en el interior de iglesia. Un incendio de proporciones, en pocos minutos, desató una de las mayores tragedias que recuerde la capital. Más de dos mil personas fallecieron producto del fuego, del humo, de la desesperación, del aplastamiento. Al día siguiente, una crónica del diario El Ferrocarril dio cuenta del dolor de esa jornada:

“No hay memoria en Chile de un hecho más horriblemente trágico. Se nos erizaban los cabellos cuando recordamos la espantosa catástrofe que hoy tiene sumidas en el luto a centenares de familias. La ciudad entera no se da cuanta aún de tan horrible desgracia. La concurrencia, amagada por el fuego, comenzó a huir. Las puertas no eran, sin embargo, suficientes para darles paso. Cuerpo sobre cuerpo se formó una muralla compacta y numerosa. Había mujeres que resistían el peso de diez o doce otras tendidas encima. Era materialmente imposible desprender una persona de esa masa horripilante. Los más desgarradores lamentos se oían del interior de la Iglesia… La concurrencia continuaba agolpándose a las puertas y estas puertas no permitían la salida… ¡Presenciamos ese momento, pero renunciamos a describirlo…!”.

Igual que sucede con la situación de los 33 mineros de Copiapó en estos días, aunque en tiempos menos globalizados por cierto, la noticia del incendio de la iglesia de la Compañía dio la vuelta al mundo y también fue recogida por una larga y sentida crónica en el famoso New York Times, el 18 de enero siguiente.

Entre las acciones posteriores a la tragedia se destacó la creación del Cuerpo de Bomberos de Santiago y la decisión de no construir nada nuevo en el sitio de la catástrofe, una vez que los restos del recinto fueron demolidos. Una escultura fue dispuesta en el lugar (la de hoy es una réplica, pues la original está situada en la Plaza La Paz, a la entrada del Cementerio General, en el mismo espacio en que fueron depositados los cadáveres de las víctimas).

Pocos vestigios materiales quedaron del recinto siniestrado. Hasta hace pocos días, sólo sabíamos de un mudo testigo de la tragedia que está puesto en la ermita del cerro Santa Lucía: una de las campanas de la iglesia de la Compañía acompaña en ese lugar los restos de Benjamín Vicuña Mackenna, de su mujer Victoria Subercaseaux y de sus hijos. Sólo eso sabíamos, hasta hace pocos días…

En efecto, desde Gales, Inglaterra, se nos informó unas semanas atrás que otras tres campanas que quedaron del triste incendio, que fueron compradas como chatarra y que estuvieron dispuestas en el campanario de la iglesia de Todos los Santos de Oystermouth, hasta 1964, serán devueltas a nuestro país como un regalo por el Bicentenario. Seguramente los habitantes del pequeño poblado inglés habrán reflexionado y discutido bastante sobre esta devolución, casi 150 años después de que las campanas llegaron hasta ahí. Más de alguien, pienso, debe haber argumentado que las campanas fueron adquiridas legítimamente y que el gesto de “devolverlas” a sus dueños (Chile) no correspondía. Sin embargo, primó la idea de que los artefactos no son sólo una materialidad y que, en definitiva, forman parte del patrimonio histórico del país y de Santiago, a la vez que evocan un pasado doloroso, otro más, en la historia de este lado del sur del mundo.

Saludable es entonces la acción de los ingleses (y quizás los anime a hacer otros guiños similares a futuro, no sólo con pedazos de fierro, sino también con importantes trozos de territorios ultramarinos). Por nuestra parte, se agradece este regalo bicentenario que nos permitirá recordar a las más de dos mil víctimas del incendio reseñado.

El de los galeses (y de Inglaterra entera), en este caso, se trata de un gesto vivificante. Misma idea que subyace entre los chilenos que somos partidarios de devolver el Huáscar a sus propietarios primigenios y avanzar en forma civilizada en otros temas más de fondo y que apuntan a mejorar las relaciones vecinales. La historia del conflicto de 1879, sea quien sea que la escriba, no esconde la capacidad militar de Juan José Latorre y sus dirigidos, que derrotaron a Grau y capturaron el famoso barco peruano en Angamos; no es necesario para recordarnos ese episodio mantener este buque estancado en aguas chilenas. Así como regresarán tres campanas originalmente propias, debiera retornarse un barco originalmente ajeno. Así como para el Bicentenario recibimos estimados presentes, también podemos hacer valiosos regalos.

lunes, 2 de agosto de 2010

Leyendo (en/de) la ciudad

En la discusión sobre el otorgamiento del próximo Premio Nacional de Literatura, cosa para nada novedosa (la del entrevero, me refiero), hay quienes desestiman la importancia del galardón, aduciendo que Chile, hoy y desde hace varios años, es un país de pocos y malos lectores; para esto se apoyan en cifras de estudios serios que dan cuenta de tal realidad. Mala cosa esto de no agarrar los libros (¡que no son tan escasos los buenos!) y darle rienda suelta a la imaginación o al “diálogo” con sus autores.

Visto así el asunto, para empezar a revertir el mal ya señalado de nuestra (dis)capacidad lectora (y, entre otras cosas, poder meter la cuchara en discusiones literarias sin ser menospreciados) me parece muy saludable apoyar las iniciativas que apuntan a reconciliarnos con los libros, especialmente entre niños y jóvenes. Y no sólo con los libros; también con las revistas, periódicos y otros soportes más actuales. Aquí recuerdo lo expresado por una señora amiga que, haciendo dulce memoria, comentaba cómo los trabajadores de la construcción volvían a sus casas apretujados en las micros, cada cual leyendo el diario.

Por mi parte, deseo proponer que, además, nos entusiasmemos con otro tipo de lectura, distinto al que se sustenta en las palabras. Me explico brevemente: el sociólogo argentino Mario Margulis tiene un escrito bien interesante, llamado “La ciudad y sus signos”, en el que indica que esta construcción humana (la ciudad) “va expresando los múltiples aspectos de la vida social y transmitiendo sus significaciones (…) podemos leer la ciudad como si fuera un texto”. Esto es, la disposición urbana, el trazado de las calles, el emplazamiento de espacios públicos, las formas de casas y edificios, las estatuas y placas colocadas aquí y acullá, etc., etc., son señales, signos que se pueden leer… e interpretar.

Creo que, igual que hacemos al leer una novela o un ensayo, la “lectura” de los signos de la ciudad requiere dotarnos de una competencia que nos permita una mejor comprensión. Y para ello, recomendable es partir por caminar sus calles, recorrer sus espacios, mirar al frente y en 45 grados -hacia arriba y hacia abajo-, hablar con sus habitantes, “interrogar” a sus monumentos, escuchar sus sonidos. Estoy seguro que tras estos ejercicios, después de haber interactuado con el silabario urbano, estaremos en posición de descifrar historias más complejas: podremos interpretar algunos signos citadinos que hablan de luchas, de celebraciones, de momentos amargos, de abusos, de emociones, de epopeyas, en fin, seremos capaces de construir un relato que nos involucra, que nos concierne.

Quizás la propuesta que hago (que recojo más bien, ya que no es de mi originalidad), nos permita a los “ciudadanos de a pie” ser tomados más en cuenta por quienes planifican y determinan la morfología urbana. Haciendo un paralelo con las palabras iniciales de este texto, nos dotaríamos de herramientas para discutir a quién se le entrega el Premio Nacional de Literatura.

Si a usted, amigo lector, le pareció interesante la sugerencia de leer la ciudad a través de sus signos, le quiero plantear un ejercicio práctico, apoyados por la imagen.

Caminado por el centro de Santiago, concretamente por la calle Mac Iver, al llegar a la esquina oriente con Merced, nos encontramos con una antigua construcción religiosa. Remozada y de llamativos colores, bien merece un vistazo por fuera y una visita a su interior. Es la iglesia de La Merced, que posee desde hace años un campanario que inspiró a dos grandes del tango argentino a crear una canción (algo ya adelanté en un artículo anterior): Enrique Santos Discépolo y Alfredo Le Pera, coetáneos y compañeros de ruta de Carlos Gardel.

Parados en la vereda opuesta a la de la iglesia, por calle Mac Iver, diríamos en el mismo lugar donde alojaron en su fecha Discépolo y Le Pera, podremos observar una estructura sólida que contiene tres placas metálicas, en las que apenas se distinguen una figura humana y un par de escritos. Al acercarnos, nos damos cuenta que se trata de un homenaje a uno -deberían ser los dos- de los creadores del tango “Carillón de la Merced”, pero que en el texto lo que más se destaca (más que el nombre del homenajeado) es el de quien mandó a poner la placa: ¿así lo pidió el mandante?, ¿así lo diseñó el artista?, ¿así lo estipuló un funcionario admirador y celoso? A quienes transiten por el centro de Santiago los invito a leer este signo e interpretarlo. A los que residen en otros lares, les dejo un par de fotografías del hito para que puedan también participar.

Reafirmo, entonces, mi apoyo a las iniciativas que propendan a fomentar la lectura, tanto la de los signos lingüísticos como la de los signos urbanos. Por mientras, me iré a terminar de leer “Inés del alma mía”, de Isabel Allende, a ver si me alcanza para opinar sobre el mayor galardón literario del país.

lunes, 26 de julio de 2010

De feriados, fiestas y homenajes

Con los feriados del 17 y del 20 de septiembre próximos, aprobados por el Congreso recientemente, el 2010 en Chile tendremos 10 días festivos que caen entre lunes y viernes. Según una estadística publicada por Miguel Farah en su sitio web (http://www.farah.cl/), el promedio de feriados anuales que en el calendario ponen de color rojo a alguno de los cinco días laborales, en la actualidad, es de 10,57. Es decir, cuantitativamente hablando, en el presente año bajaremos dicho promedio.

El tema de alargar la fiesta dieciochera provocó, una vez más, una interesante discusión en el país. Consideraciones más, consideraciones menos, entre los detractores de la idea se volvió a usar como argumento central eso de que cada día laboral no trabajado implica una pérdida, hoy por hoy, de 600 millones de dólares en producción. En el bando opuesto, se arguyó que bien valen dos días festivos adicionales, si se toma en cuenta que este año se conmemora el bicentenario y que también así se puede ayudar a superar el trauma sufrido por el terremoto de febrero pasado.

Sin duda que el arribo de la “modernidad” y de la sociedad capitalista, desde el siglo 19, dio un giro al asunto de la fiesta y los feriados en el país. Anteriormente, las jornadas coloniales, no necesariamente sosegadas o bucólicas como se suele señalar o creer de buenas a primeras, supieron de calendarios llenos de días festivos, con carnavales incluidos. Más aún: como indica la historiadora Isabel Cruz, “en 1760 el número de días festivos había aumentado a 101, incluyendo los días de vigilia. Puede decirse, entonces que casi una tercera parte del año, incluyendo los 52 domingos, se dedicaban a actividades ‘no funcionales’, cifra a la que habría que agregar las efemérides cívicas y religiosas ocasionales, derivadas del acontecer histórico”.

Cabe consignar que de los 101 días festivos que señala Cruz, en que se excluyen los domingos, no todos eran feriados. Pero se trata de una cifra notable de igual forma. Y también es menester indicar que la mayoría de estas jornadas festivas eran de tipo religioso, lo que implicaba un formato de celebración bastante circunspecto. Como sea, lo interesante es que en ese entonces, como recuerda la citada investigadora, “el Reino de Chile era, pues, la secuencia de una fiesta tras otra”.

Con los datos consignados en los párrafos precedentes, ¿podríamos colegir que, como país, cada vez nos vamos poniendo más grises y, tal vez por lo mismo, las cifras de productividad no se condicen con las horas destinadas a trabajar? Interesante podría resultar una conversación sobre el tema con, por ejemplo, un sicólogo laboral. Quizás, por nuestra salud mental y con el ánimo de aumentar el rendimiento nacional, sería positivo sumar unas cuantas fechas de asueto al actual calendario. O revivir algunas jornadas que antaño fueron festejadas de capitán a paje.

Si bien, en esta ocasión, no es de mi interés proponer que se declare feriado algún día en particular, sí quisiera recordar que, años atrás, hubo una celebración que revistió la mayor importancia para todos los habitantes del reino y en especial para quienes vivían en la ciudad primada. Me refiero a la conmemoración del día del patrono de Santiago del Nuevo Extremo, cada 25 de julio (y algo similar, pero menos ostentoso, se realizaba el día del santo consagrado a cada ciudad importante de Chile).

En efecto, descontando la celebración por la asunción de un nuevo monarca en España u otro acontecimiento cuya noticia era recibida con el debido atraso en aquella época, el día del apóstol Santiago fue de la mayor trascendencia festiva durante la Colonia. Además, como apunta el historiador Jaime Valenzuela Márquez, esta conmemoración “se trataba de una materialización litúrgica que actuaba sobre la memoria de la comunidad recordando la victoria de un sistema de dominación donde se coludían sus tres pilares fundamentales: Monarquía, Iglesia y elite local”.

Pasados los años y afincada la República, la conmemoración del 25 de julio fue perdiendo terreno entre los días de fiesta en nuestro país. En rigor, ya nadie celebra que el nombre de la capital de Chile devenga de ese personaje que es recordado por el santoral católico en estas fechas. De la misma forma que se olvidó que, con ocasión de la celebración del Centenario, en 1910, se decretó (ley 2.379) lo siguiente por parte del Congreso Nacional (tómese nota, eh): “ARTICULO ÚNICO.- El feriado de Setiembre, por el presente año, durará desde el día 16 (viernes) hasta el día 22 (jueves), inclusives”. Esto es, en sólo una semana hubo la mitad de feriados que en uno de nuestros años de hoy.

En fin. Por mi parte considero apropiado valerme de la proximidad del 25 de julio para, de forma similar a lo obrado en una ocasión anterior, homenajear a nuestro Santiago a través de la música y el canto. Y si antes recordé a autores nacionales que hablaban de paisajes o personajes o historias de la ciudad, en esta oportunidad recurriré a creadores extranjeros que también se vincularon con Santiago en algún momento y lo materializaron en una canción.

Partiré, en orden cronológico, con la presentación de un tango (subido a youtube por el usuario “infamundano”), de dos de las leyendas argentinas: Enrique Santos Discépolo, el mismo del “Cambalache”, y Alfredo Le Pera, quienes nos dejaron una obra inspirada en las campanadas de la iglesia de La Merced y que lleva por título “Carillón de la Merced”:



Seguiré este homenaje a Santiago con un par de obras de dos reconocidos autores cubanos, Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, quienes tras su primera visita a nuestra capital (en 1972) y los sucesos de septiembre de 1973, expresaron en música y poesía lo que vivía Chile por aquellos años. En ambos casos, debo agradecer, respectivamente, a los usuarios de youtube “dortega12” y “juanbla123”.
Silvio Rodríguez interpreta “Santiago de Chile":



Pablo Milanés canta “Yo pisaré las calles nuevamente”:



Por ultimo, Santiago de Chile también ha sido fuente de inspiración para un cantautor más joven, un español que por estas fechas vuelve a presentarse en nuestro país. Agradeciendo al usuario “PoLBoY80” que subió el video a youtube, escuchamos ahora a Ismael Serrano cantando “Vine del norte”:



Es cierto. Ya no tenemos la cantidad de días festivos ni se celebra el 25 de julio como antaño (enhorabuena, quizás). Pero nuestra capital permanece, se aproxima a cumplir su aniversario 470 y sigue motivando a muchos creadores, nacionales y extranjeros, a dar cuenta de su devenir. Aquí he dejado cuatro miradas que pueden ayudar a redescubrirnos. Que las disfruten.

miércoles, 16 de junio de 2010

No tan sinónimos

“De la rosa nos queda únicamente el nombre”

Umberto Eco.

Acto 1. Noticia en el portal de internet de un importante medio nacional:

"Queremos luz" y "Que den la cara" fueron los gritos más escuchados este mediodía frente al edificio de Chilectra, ubicado en calle Santa Rosa. Esas frases pertenecían a un centenar de pobladores de Quilicura, quienes reclamaron por la falta de energía eléctrica en su comuna.

Acto 2. Texto de noticia en el mismo portal anterior:

Todo comenzó en el sector de Las Hualtatas, en la comuna de Vitacura, cuando los vecinos avisaron de la presencia de cuatro delincuentes sospechosos a bordo de un jeep Vitara, que merodeaban el sector robando especies de vehículos estacionados.

Acto 3. Noticia antigua en el mismo sitio de internet:

Representantes de los pobladores sin casa de la toma de Peñalolén entregaron copias de una carta a los vecinos de la comunidad ecológica de esa comuna para explicar su situación, pedirles que no discriminen ni promuevan las distancias sociales.

¿Cómo se llama la obra?

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En su “Chile actual, anatomía de un mito”, el sociólogo Tomás Moulián, haciendo una revisión de la historia más reciente de este país y en una nota al pie de página, llamó la atención acerca de que los opositores a Salvador Allende, al denominar como “upeliento” a quienes eran partidarios de ese gobierno, acuñaron “una poderosa construcción lingüística que junta UP con ‘peliento’, chilenismo sinónimo de roto, pero más despectivo aún”.

La disputa por apropiarse de (o motejar a otros con) ciertas denominaciones es de viejo cuño y se desarrolla en los campos más variados de la actividad humana. Por ejemplo, es lo que ocurre con los médicos, que son llamados doctores sin haber realizado (o aprobado) un estudio de doctorado. O, en arenas más peliagudas e interesantes, es lo que pasa con algunas definiciones políticas: quién decide al que le corresponde el apelativo de momio, fascista, de izquierda, revolucionario, reaccionario, de centro, de centro-derecha, etc., etc.

Polémico tema este de los nombres que, en un terreno mucho más pedestre, a los padres (no a todos, lo reconozco) los complica enteros cuando deben elegir la “marca” que llevarán de por vida sus retoños.

Pues bien. Existe otro escenario interesante, el del paisaje urbano, en el que también se presenta este problema de las denominaciones. En rigor, la primera dificultad al querer aplicar un nombre genérico a quien habita la ciudad, que sería el de “ciudadano”, es que tal palabra se restringe a los poseedores de derechos cívicos (los que pueden votar y ser electos en cargos de representación popular). Por tanto, un niño que vive en la ciudad no será llamado ciudadano.

Por otro lado, y recurriendo a lo que señala el Diccionario de la Lengua Española, de la Real Academia Española (RAE), hay dos términos que tienen plena cabida cuando queremos hablar o referirnos a cualquier residente en la ciudad: poblador o vecino.

En el caso del primer vocablo, la RAE define a poblador como un adjetivo (posible de usar también como sustantivo) que se aplica a los habitantes de un lugar. A su vez, la misma institución señala que el habitante es “cada una de las personas que constituyen la población de un barrio, ciudad, provincia o nación”.

Por su parte, en la situación de la palabra vecino, la RAE indica cuatro significados posibles, donde el tercero hace referencia a quienes “habitan independientemente en una misma población, calle o casa”.

O sea, cuando queremos hablar de alguien que reside en la ciudad, podemos indistintamente hacer uso de los términos “poblador” o “vecino”. Pero algo diferente a esas posibilidades que el diccionario nos entrega es lo que ocurre hoy en Chile (y quizás en cuántas partes más) con la utilización de los nombres ante señalados. Y, en especial, cuando se ocupa el primero de ellos.

No es posible desconocer que en la historia de nuestras ciudades, al momento de formarse un conjunto habitacional, se utilizó bastante la fórmula de “población tanto tanto” (Población José María Caro, Población Gómez Carreño, Población La Victoria, Población Lo Franco, etc., etc.). Más todavía si la agrupación territorial nacía producto de una ardua lucha y no pocos sacrificios. Incluso, rigurosas investigaciones y publicaciones centradas en el problema de la vivienda hablan de poblaciones y pobladores. Así, tiempo atrás, nadie concurría en desliz lingüístico ni menos en discriminación social alguna cuando, a los que formaban parte de una población, se les llamaba pobladores. De hecho, había quienes ostentaban con orgullo tal denominación y lo señalaban casi como certificado de compromiso político, cuando no una prueba de haber sido parte de una legendaria batalla.

Sin embargo, habido cambio de costumbres y de miradas (igual que también evoluciona y se modifica la lengua), hoy por hoy se hacen esfuerzos para eliminar aquellos elementos que conllevan un dejo de discriminación de cualquier tipo (tal cual ocurre con la norma que obliga a los servicios públicos a no solicitar la fotografía en el currículum vitae de los que postulan a emplearse ahí). Algo que parece estar lejos de la mayoría de los medios de comunicación (y de unas cuantas autoridades, de hoy y de antes) cuando hacen una clara distinción al momento de ocupar las palabras “poblador” o “vecino”, como se puede observar en las citas de noticias al comienzo de este texto. ¿Se imaginan ustedes al alcalde Raúl Torrealba hablando de los pobladores de Vitacura?, ¿o que algún matutino haga referencia a que el presidente Piñera es poblador de la calle San Damián? Puede sonar divertido en este ejercicio de ficción, pero el asunto tiene otro tufillo en nuestra realidad urbana, ¿o no?

miércoles, 2 de junio de 2010

Los reyes del cholguán

En la región del Bío Bío, específicamente en la comuna de Yungay, se ubica el poblado de Cholguán… Sí, es cierto, así se llama. La mayoría de los chilenos pensamos que ese nombre está reservado sólo para las delgadas planchas de madera prensada que se suelen usar en la fabricación de muebles. Pasa lo mismo con Trupán, otra localidad de esos parajes repletos de pinos, que es el árbol ocupado para fabricar estas placas. No es de extrañar, en todo caso, que el resto de los chilenos no tengamos idea de la existencia de éstos y numerosos otros pueblos repartidos a lo largo del país, tal cual lo demostró la tragedia del 27 de febrero pasado.

Los tableros de cholguán, por su ductilidad y menor precio que las maderas tradicionales, además de su utilización en muebles (sobre todo en las partes que no quedan a la vista), son también ocupados en considerables y diversos menesteres, que parten con las tareas escolares. Habría que preguntarle a alguien del grupo Angelini, propietario de varias empresas ligadas a dicho producto maderero, cómo anda este negocio que parece generar buenas entradas monetarias y no pocos conflictos ambientales, laborales y sociales.

Sin lugar a dudas, tal como ha sido en otras ocasiones similares, tanto el terremoto como el maremoto de hace tres meses marcaron (y seguirán haciéndolo) nuestra historia presente. Los coletazos del gran sismo, más allá de su natural fuerza destructiva, han dado pie a un debate que está lejos de desaparecer de la escena criolla. Y mientras no se asuma a carta cabal los errores previos y los que se sucedieron después, será imposible no hacer más referencias al trágico evento. La mesa está servida.

El terremoto develó una serie de carencias que las cifras macroeconómicas tenían escondidas. Y así como muchos se sorprendieron con el accionar de la gente que recurrió a prácticas que la información oficialista y casi monopolizada reservaba a países poco desarrollados (siendo Haití el paradigma), tantos otros recién descubrieron que había muchos compatriotas viviendo situaciones más que míseras y que, como señalara un amigo, en muchos aspectos demostró que nuestro Chile tiene una complexión de cartón… o de cholguán, agregaría yo.

En las primeras semanas post sismo, más allá de la iniciativa de organizaciones de la civilidad, unas cuantas autoridades edilicias se abocaron a catastrar la magnitud del desastre. Cuadrillas de profesionales, técnicos y funcionarios administrativos recorrían calles y pasajes para tratar de establecer, cartilla en mano, un balance más certero que el otorgado por la pura impresión de la vista. En esta labor contaron con la ayuda no menor de decenas de estudiantes universitarios y secundarios, a la sazón todavía sin clases regulares.

En no pocos de los sectores poniente y sur de la comuna de Santiago, todavía con edificaciones añosas y representativas de estilos constructivos que hablan de un pasado más espacioso y menos urgente, los voluntarios responsables de catastrar (quise colocar catastradores, pero parece que esa palabra no existe y, además, se prestaría para equívocos), digo que esas personas que acometieron la labor de cuantificar los daños en las propiedades se encontraron con varias sorpresas, que a más de alguno dejó con el habla para adentro y a otros, más expresivos, los hizo llorar de pena.

No podían dar crédito a la realidad que los cacheteaba. Claro, señalo yo, cómo no iba a ser de tal modo si buena parte de estos valerosos jóvenes, con tiempo y ganas de ayudar pues el terremoto no los afectó en forma personal, acostumbrados a ver un paisaje en que la precariedad material no existe, reciben a diario informaciones que dan cuenta de un país que ingresa a clubes exclusivos del primer mundo y que inaugura modernas autopistas concesionadas.

Y cuál es la novedad que provocó el escozor y las lágrimas de estos nobles muchachos. Que en nuestro querido Santiago del siglo 21, en muchas casas antiguas, de esas amplias y con varias habitaciones, que antaño fueron residencia de algún clan numeroso y adinerado, sus actuales propietarios arriendan cada pieza a un promedio de sesenta mil pesos mensuales… para una familia. O sea, en un espacio bien reducido, si el grupo está constituido por unas cuatro personas, para no andar chocando entre sí deben hacer mejores fintas que las de Messi en el área chica.

Según otro amigo, que participó en esas cuadrillas de encuestadores, en dichos lugares “el espectáculo con el que uno se encuentra es muy dantesco; más dramático de lo que se muestra y más complejo incluso de lo que uno se imagina”. Y agrega, a renglón seguido, que “este tipo de arriendo por piezas es un negocio muy lucrativo, con cero inversión y dinero fresco de retorno rápido”.

Pero lo descrito más arriba no es todo. Sí, hay más todavía. Qué cosa. Pues que algunos de estos arrendatarios extienden la cadena un poco más abajo, subarrendando esas habitaciones, principalmente a la no poca población de inmigrantes, sobre todo de los que se encuentran ilegales en el país, ya que éstos no tienen las herramientas jurídicas para exigir nada. A estas alturas no puedo dejar de evocar a alguna de esas películas del cine italiano de unas décadas atrás, especialmente la que Ettore Scola tituló “Feos, sucios y malos”.

Podrán imaginarse ustedes el hacinamiento, la promiscuidad y los severos problemas higiénicos de familias que viven (si puede llamarse así) a pocas cuadras de la Plaza de Armas de la capital. En un estudio realizado hace pocos años a propósito de la gente que está en la llamada, eufemísticamente, “situación de calle”, alguno de los entrevistados expresó que prefería dormir a la intemperie que en esas pocilgas donde lo menos que se ganaba era la picadura de un chinche.

Y cómo lo hacen esos arrendadores para subdividir espacios que antiguamente eran ocupados para dormir, por una o, a lo más, dos personas. Exacto: con planchas de cholguán. Así las improvisadas paredes se pueden desmontar fácilmente si la ocasión lo amerita. Ahí está, una vez más, la gracia de esta madera prensada, de poco espesor y que, por su color café oscuro, impide que en la situación descrita los unos se vean con los otros en la intimidad de la noche. Me dice usted que tal tabiquería no impide escuchar lo que pasa en la “pieza” de los vecinos. Bueno, eso tiene otro precio… que “los reyes del cholguán” no pagarán.

sábado, 22 de mayo de 2010

Con K… de Kulzcewski

A María Cristina Gillmore


El Consejo de Monumentos Nacionales, en forma unánime, acaba de declarar en la categoría de “Monumento Histórico” a la sede del Colegio de Arquitectos de Chile. El edificio, construido en 1920 y localizado en el número 115 de la Alameda Bernardo O’Higgins de Santiago, es obra del arquitecto Luciano Kulczewski y, según dicho Consejo, representa a “uno de los mejores exponentes del Art Nouveau en Chile”, por lo que la decisión “ratifica el valor patrimonial de un inmueble reconocido y apreciado por la comunidad”.

Buena noticia para el patrimonio cultural, pues la determinación mantiene la línea de la agrupación de los arquitectos que, en 1974, ante la inminencia de que el edificio fuera derribado, decidió adquirirlo, restaurarlo y destinarlo a cobijar sus labores gremiales. Lo mismo que no se puede decir de otras obras de Kulczewski, como la que estuvo emplazada en la calle Antonio Bellet de la capital, y que fue demolida por completo en el año 2004.

La resolución del Consejo de Monumentos implica una serie de restricciones a cualquier modificación futura del inmueble que pueda afectar su fisonomía. El problema que reflota, una vez más, es que el nuevo estatus legal no conlleva una partida de recursos que asegure la preservación del edificio. Tal vez nuestros amigos arquitectos no se resientan por ello, pero no ocurre igual cosa la mayoría de las veces. Habrá que seguir discutiendo este tema, de cara a y con la ciudadanía (otro tópico pendiente en la institucionalidad patrimonial de Chile).

Sin embargo, más allá de esta decisión que pone en valor una notable construcción de inicios del siglo pasado, interesante sería mencionar una par de cosas sobre el autor de la casona, ese chileno de padre de origen polaco que, obvio, tiene para nosotros un apellido tan difícil de pronunciar y de escribir, y que su colega Cristian Boza definió como “Un monstruo, un titán. Tenía una mano extraordinaria. Todos los planos los dibujaba a mano, en tela y tinta china. Se paseó por todos los estilos imaginados, desde el adams de calle Virginia Opazo hasta el más osado neogótico de la estación del funicular del San Cristóbal”.

Nacido en 1896 en Temuco, Luciano Kulczewski García estudió arquitectura en la Universidad de Chile. Apenas egresado, incluso antes de ello, se puso a diseñar sus peculiares construcciones en las que predominaron diversos estilos, como señaló Boza, por lo que muchos seguidores de su obra lo ubican en el centro del eclecticismo: Neogótico en su casa del barrio Lastarria; Art Nouveau en la sede del Colegio de Arquitectos; Neoclasicismo adamesco en el conjunto Virginia Opazo (en el barrio República); en fin, una amplia gama de expresiones arquitectónicas.

Pero, más allá de la variedad de modelos, Luciano Kulczewski imprimió un sello absolutamente personal en las edificaciones que diseñó, donde destacan las figuras zoomorfas (las gárgolas), los pilares enanos y la cerrajería, por dar algunos ejemplos. Siempre llama la atención en esas fachadas la rúbrica metálica que identifica al autor.

Cualquier desconocedor de la vida de Kulczewski podría pensar en un personaje excesivamente preocupado de resaltar su propia figura. No es así. De hecho, pese a que no pocas de sus creaciones gozan hoy del mismo reconocimiento que acaba de adquirir la casona en que funciona el Colegio de Arquitectos, su nombre todavía no se asocia masivamente al de las grandes personalidades de nuestra historia. Deuda que tenemos pendiente.

Dotado de una alta sensibilidad humanista y social, Luciano Kulczewski estuvo en la formación del Partido Socialista de Chile (fue amigo personal de Salvador Allende). Al final de la década de los años 30 del siglo pasado dirigió la campaña presidencial de su antiguo profesor en el Instituto Nacional, Pedro Aguirre Cerda, quien al llegar a la Primera Magistratura lo nombró administrador de la Caja de Seguro Obrero. Desde este cargo diseñó edificios colectivos para trabajadores, como una serie de conjuntos de alta calidad que todavía se pueden apreciar en ciudades nortinas y que siguen la tónica de algunas que construyó varios años antes en Santiago, que ejemplifico en las poblaciones Madrid (cercana a la calle 10 de Julio, en pleno centro) o la de Suboficiales de Caballería, en Ñuñoa.

Por lo anteriormente expresado, no extraña que, consultado respecto a sus obras preferidas, Kulczewski mencionara el acceso que diseñó para el funicular del cerro San Cristóbal, ya que “…Los días domingo, cuando ando por ahí y veo en las tardes miles y miles de obreros y de gente que viene bajando del cerro, donde han pasado el día (…) es una de las más grandes satisfacciones que tengo, posiblemente más que cualquier otra satisfacción producida por una situación de orden estético…”.

He ahí este “titán” que, poco a poco, sigue recibiendo los honores que merecen la agraciada estética de sus realizaciones, al igual que su dedicado sentido de dignidad y justicia social. Por ello también son loables el rescate que hizo el Colegio de Arquitectos de una de las obras materiales de Luciano Kulczewski, la decisión del Consejo de Monumentos de protegerla legalmente y, de forma muy especial, el tesón que puso la arquitecta María Cristina Gillmore -antes de fallecer- para acopiar junto a otros colegas suyos los antecedentes pertinentes que redundaron en esta declaratoria.

miércoles, 14 de abril de 2010

Extranjeros en sismos chilenos

La noche del 27 de febrero pasado estaba previsto que finalizara la versión 2010 del Festival de Viña del Mar. Ya lo sabemos: el terremoto de la madrugada de ese sábado lo impidió. Lo que no pudo evitar el sismo es que Ricardo Arjona alcanzara a actuar en la jornada anterior (ojo: no estoy diciendo que habría sido mejor que el artista no cantara). Luego del enorme susto, el guatemalteco logró una autorización para salir desde Chile el mismo día sábado; no tuvo interés en observar la magnitud y consecuencias del desastre, ni menos correr el riesgo de pasar por otra experiencia similar. Algo parecido a lo que hizo el equipo sueco de Copa Davis, cuando se aprestaba a jugar en Chile en marzo de 1985.

Quienes viven en lugares ajenos a esta cotidianeidad telúrica pueden sentir pánico ante la sola insinuación de que podrían experimentarla al visitar nuestro país. Puede ser. Pero otros, tal vez haciendo “tripas corazón”, quizás no duden en asumir una actitud de interés científico o histórico si llegan a vivir la situación. Tres ejemplos sirven para ilustrar lo que digo.

Desde abril de 1822 se encontraba en nuestro país, recientemente viuda, la inglesa María Graham. Residió en Valparaíso hasta su partida, en enero de 1823, y entremedio tuvo tiempo para darse una larga vuelta por Santiago. Invitada por su connacional Thomas Cochrane, el 19 de noviembre estaba de visita en la casa que su anfitrión tenía en Quintero. Ese día, poco después de las diez de la noche, el país fue azotado por un fuerte terremoto, de 8,5 grados Richter, cuyo epicentro se localizó en Valparaíso.

Gracias a que Graham escribía un diario de vida que luego fue publicado, tenemos un importante registro de lo que pudo vivir y observar aquella vez, misma ocasión en que a pocos kilómetros Bernardo O’Higgins fue salvado por un lugarteniente de morir aplastado por un muro.

La viajera inglesa anotó en el “Diario de mi residencia en Chile en el año 1822” que “… a las diez y cuarto sentimos un violento movimiento, acompañado de un sonido como el de la explosión de una mina (…) hasta que la vibración fue aumentando, las chimeneas se cayeron y vi las paredes de la casa partirse (…) al oír la caída de la pared detrás de nosotros, saltamos la pequeña plataforma hacia el suelo, instante en que el movimiento de la tierra cambió de una rápida vibración a un movimiento como el de un barco en el mar (…). La sacudida duró tres minutos (…). Jamás olvidaré la horrible sensación de aquella noche. Todas las otras convulsiones de la naturaleza nos dan la idea de que podemos hacer algo para evitar o mitigar el peligro, pero no hay refugio o escape de un temblor”.

Varias réplicas del sismo registró la hábil pluma de la viuda inglesa, con no pocos datos importantes de las noticias que recibió de otros lares. Sin embargo, llama la atención la actitud de Graham quien, al entrar a la casa momentos después del primer movimiento, percibió que los muebles tenían una disposición extraña y lo anotó así: “… sin embargo, el desorden, o más bien los muebles fuera de lugar, eran impactantes, y luego me pareció que un patrón regía la ubicación de todas las cosas (…) observé los muebles de cada habitación y descubrí que todos apuntaban en la misma dirección. Esta mañana saqué mi compás y supe que la dirección era noroeste y sureste”. Más todavía: recostada en un colchón sobre el suelo, María Graham se dio a la tarea de contar, reloj en mano, la duración y cantidad de réplicas del sismo mayor.

Casi dos meses después, Graham abandonó el país rumbo a Brasil, acompañando a su amigo Cochrane, más que por el temor a los temblores, debido a los acontecimientos políticos que terminaron con la abdicación de O’Higgins a su cargo de Director Supremo.

Pocos años más tarde, en 1835, otro ilustre visitante inglés se encontraba en suelo chileno, en Valdivia para ser más exactos, cuando a las 11 y media de la mañana del 20 de febrero, con epicentro en Concepción, un fuerte terremoto sacudió al país. Charles Darwin, el científico padre de la Teoría de la Evolución de las Especies, en su “Viaje de un naturalista alrededor del mundo”, escribió lo siguiente: “Me encontraba en la costa y me había tendido a la sombra, en un bosque, para descansar un poco. El terremoto empezó de pronto y duró dos minutos. Pero a mi compañero y a mí ese tiempo nos pareció mucho más largo. El movimiento del suelo era muy perceptible y, al parecer, las ondulaciones provenían del Este; otras personas sostienen que provenían del Sudoeste: lo cual prueba cuán difícil es en ocasiones determinar la dirección de las vibraciones”, agregando más adelante, igual que Graham en su oportunidad, que el movimiento se parecía al de un barco en medio de las olas.

Reflexiona Darwin luego sobre las implicaciones de un sismo de esta naturaleza: “Un terremoto trastrueca en un instante las más firmes ideas; la tierra, el emblema mismo de la solidez, ha temblado bajo nuestros pies como una costra muy delgada puesta sobre un fluido; un espacio de un segundo ha bastado para despertar en la imaginación un extraño sentimiento de inseguridad que horas de reflexión no hubieran podido producir”.

No amedrenta, empero, al científico inglés este sismo que tuvo una intensidad de 8,5 grados Richter. Preocupado de una tarea y un propósito mayor, en los siguientes días al terremoto, Darwin viajó hasta la zona del epicentro en Concepción y pudo advertir in situ las consecuencias del mismo, así como hacer observaciones y mediciones que le servirían después en la elaboración de sus teorías. Y para ello se sirve, incluso, de ideas tan paganas como lo que escribió así en su libro citado: “Las clases inferiores, en Talcahuano, estaban persuadidas de que el terremoto provenía de que las ancianas indias que habían sufrido algún ultraje dos años antes, habían cerrado el volcán de Antuco. Esta explicación, por ridícula que pueda ser, no deja de ser curiosa: prueba, en efecto, que la experiencia enseña a esos ignorantes que existe una relación entre la cesación de los fenómenos volcánicos y el terremoto”.

Recién en julio de ese mismo 1835 Darwin abandonó el territorio chileno, en dirección norte, seguramente satisfecho de haber presenciado y vivido el sismo de Concepción y, un mes antes, la erupción del volcán Osorno. Tampoco fue el miedo el que lo alejó de estos pagos, sino la inquietud por comprender mejor al hombre y su entorno.

Mucho tiempo después, en 1985, Chile sufre otro terremoto. De hecho, me acuerdo perfectamente. Epicentro frente a las costas de San Antonio y 7,8 grados de intensidad. El país vivía bajo dictadura y, por lo mismo, numerosos periodistas e investigadores querían registrar esa situación, tal como lo hizo el australiano David Bradbury con una realización que llamó “Chile: ¿hasta cuándo?” y que posteriormente postuló a un Óscar en la categoría de documentales. No tengo testimonios escritos del episodio, pero recuerdo lo que vi editado.

Ya se iban del país, el director y su equipo, cuando el 3 de marzo se produjo el terremoto de marras que, en vez de ahuyentarlos, les entregó excusas y motivos para permanecer un tiempo más. Ello les permitió conocer y documentar entretelones de cuando Manuel Guerrero, Santiago Nattino y José Manuel Parada fueron degollados, a fines de ese mes.

Nuevamente tenemos otro ejemplo de ciudadanos extranjeros desacostumbrados a estas experiencias telúricas, que no se dejaron intimidar por el bramido de la tierra y decidieron quedarse pese al peligro.

No fue lo que hizo, en su total derecho, Ricardo Arjona. Si hubiese actuado en contrario, quién sabe, tal vez se habría inspirado para componer una gran canción o sus fans locales le estarían agradecidos por la solidaridad… o Fito Páez se habría cuidado de echarle la bronca.

viernes, 9 de abril de 2010

La justa ciudad

Tras el reciente terremoto, interrogado por un periodista sobre los daños en la comuna que dirige, el alcalde de Maipú, Alberto Undurraga, señaló que “Aquí hay algo de la ciudad no justa. Hay que mejorar el marco legal para que la ciudad sea justa…”. Se refería esta autoridad al distinto estándar de seguridad con que una misma empresa inmobiliaria construye edificios según el sector socio económico de que se trate. No hablaba Undurraga de cánones estéticos o estilos arquitectónicos sino, reitero, de seguridad. Y lo mismo decía respecto a obras públicas y privadas. La ciudad no es justa.

En rigor, hay quienes van un poco (o mucho) más allá y señalan sin ambages que la vida no es justa. Sin embargo, quiero centrarme en la acusación del alcalde y hacerme eco de ciertas ideas que se direccionan hacia la ciudad justa.

Ejemplos que abunden en lo expresado por Undurraga sobran. En Santiago, basta con dar una mirada por la conformación y entorno de las plazas públicas y percibir, como nos lo hizo notar una vez un profesor de Geografía, que los habitantes que menos espacio privado y menos patio tienen, disponen a su vez de las peores plazas y áreas verdes. O, quizás, hay que mirar y comparar la estructura y diseño de los puentes construidos en los últimos veinte años sobre el Mapocho. O, tal vez, recorrer la circunvalación Américo Vespucio, como lo propuso de forma tragicómica Payo Grondona en una canción. Bueno, está claro que el alcalde de Maipú (ni mucho menos yo, por cierto) está descubriendo la pólvora.

Agrego otra característica a lo ya señalado. Las ciudades actuales, las modernas y enormes como Santiago, están fragmentadas, divididas (pulverizadas, dirán algunos). Esta atomización no sólo tiene que ver con el surgimiento de varios centros que complementan o compiten con el original o del casco histórico. También está relacionada con la fragmentación socioeconómica que no se puede simular y que, con el reciente terremoto, en Chile quedó impúdicamente al desnudo.

En un artículo de 2004, los investigadores Alfredo Rodríguez y Lucy Winchester apuntan que nuestra capital sufre de una “aguda segregación socioeconómica (…) que se ve replicada también en la infraestructura básica y los servicios públicos”; que está “fragmentada por el temor, que repliega a los habitantes a sus dominios particulares”; y que, por último, “Santiago es una ciudad fragmentada política y administrativamente (…) sin una instancia gubernamental cuya área de responsabilidad sea la ciudad en su conjunto”.

De las condiciones anotadas resultan una serie de fenómenos colaterales que, entre otros y a mi modo de ver, se expresan en el desamparo, la enajenación, la delincuencia, la agresividad. Y frente a la constatación de esta realidad, más allá del lamento, ¿qué hacer?

En tanto creación humana, cultural, la ciudad es un espacio que construimos para (bien) vivirla y con-vivirla. No nos puede resultar ajena y, menos, antagónica. Por ello debemos dotarla de sentido, para todos y cada uno de los que la residimos y transitamos, y apertrecharla de entornos protectores, partiendo desde lo más básico, pues no se quiere lo que no se conoce.

En esta línea, apuntar a que los niños, desde sus colegios y hogares, se familiaricen con su entorno, con su ciudad, es el puntapié inicial. Las calles y los espacios públicos deben ser reconocidos desde los primeros años de vida y, por supuesto, los adultos tenemos esa responsabilidad. La urbe tiene que constituirse, como indica el especialista español Jaume Trilla, en el contexto, en el vehículo y en el contenido en que se educa.

Partiendo desde ahí, con un sentido pedagógico muy práctico, sumando y enlazando las ya varias iniciativas que invitan a los habitantes a recorrer sus ciudades, comenzaremos a revertir este proceso de fragmentación y desencuentro, haremos que el espacio que nos cobija sea aprendido y, sobre todo, aprehendido.

Esa es la apuesta que han realizado varias ciudades en el mundo (cuatro de Chile: Los Ángeles, Purranque, Vallenar y Frutillar), al constituir la Asociación Internacional de Ciudades Educadoras. En un fragmento de su Carta inicial, del año 1990, expresan que “las ciudades de todos los países deben actuar, desde su dimensión local, como plataformas de experimentación y consolidación de una ciudadanía democrática plena, promotoras de una convivencia pacífica mediante la formación en valores éticos y cívicos, el respeto a la pluralidad de las diversas formas posibles de gobierno y el estímulo de unos mecanismos representativos y participativos de calidad”. Hacia allá apunta la idea de educar en, para y por la ciudad y la ciudadanía.

Cierto. Aunque no basta. El alcalde de Maipú sugiere reformas legales, a fin de lograr una ciudad justa. Y ahí entramos de lleno a un terreno que tiene que ver con las políticas y los intereses económicos y diversos de quienes actuamos en el espacio urbano. Pero en la misma medida que acojamos la propuesta pedagógica señalada más arriba, también enfilaremos rumbo hacia lograr ciudadanos más comprometidos, habitantes más activos e interesados en definir el tipo de ciudad que quieren. Y no me cabe duda que la apuesta será, como lo dijo en la entrevista Alberto Undurraga, por una ciudad más justa, una ciudad inclusiva.

viernes, 12 de febrero de 2010

12 de febrero: cuádruple aniversario…

Cada 12 de febrero, la ceremonia más importante que se lleva a cabo en nuestro país tiene que ver con la conmemoración de la fundación de Santiago, en 1541. En la Plaza de Armas de la capital, a los pies de la estatua ecuestre que recuerda a Pedro de Valdivia, las autoridades edilicias y la comunidad española residente son los principales protagonistas de la fiesta que celebra este acontecimiento. Pero no es la única efeméride ocurrida el mismo día. Y, tal vez, tampoco la más trascendental en la historia de Chile.

En 1817, cuando el país estaba todavía bajo la tutela española, encabezada por Casimiro Marcó del Pont, en el período que llamamos de la Reconquista y que se había iniciado con el desastre militar de Rancagua en 1814, también un 12 de febrero tuvo lugar la Batalla de Chacabuco, pocos kilómetros al norte de Santiago. En ese episodio, las tropas dirigidas por José de San Martín y Bernardo O’Higgins lograron un sonado triunfo sobre las fuerzas realistas y el ejército libertador pudo entrar a la capital a tomar las riendas del país, avanzando por la llamada Cañadilla (antes, Camino de Chile) y que desde entonces se denomina avenida Independencia.

Un tercer acontecimiento ocurrido el 12 de febrero, ahora de 1818, está íntimamente ligado al hecho anterior. Y no por casualidad. Las autoridades de la Patria Nueva, encabezadas por Bernardo O’Higgins que dirigía maniobras militares en el sur del país, apremiadas por el arribo de una expedición española que venía a contrarrestar a las fuerzas patriotas y por la necesidad de ser reconocidas internacionalmente, a fines de 1817 acordaron efectuar una formal declaración de la independencia nacional. Para esos efectos, convocaron a un plebiscito en las principales ciudades, en que los habitantes manifestaran por escrito su apoyo al proceso emancipador. Logrado el propósito, aunque hay versiones fundadas de que el primer documento que consagró la independencia lo firmó en Concepción el propio O’Higgins, la ceremonia oficial en que se juró el acta que consagraba a Chile como país soberano se efectuó el 12 de febrero de 1818, justamente ese día, a fin de conmemorar un año del triunfo en Chacabuco.

En Santiago, las fiestas por el juramento de la Independencia Nacional comenzaron en la tarde del 11 de febrero, con lanzamiento de salvas de cañón desde el cerro Santa Lucía. A las nueve de la mañana del día 12, el Director Supremo Delegado, Luis de la Cruz, y el General en Jefe del Ejército de Chile, José de San Martín, presidieron la solemne ceremonia que, una vez más en la Plaza de Armas, selló por escrito la emancipación nacional. Por su parte, el Director Supremo titular, Bernardo O’Higgins, encabezó el mismo evento, pero en la ciudad de Talca.

Sin duda que la jura de la independencia nacional es la efeméride más trascendental que debiéramos recordar cada 12 de febrero. Incluso, hay quienes sostienen que, por lo mismo, es en esta fecha, y no el 18 de septiembre, que los chilenos tendríamos que celebrar las fiestas patrias. Puede ser. Pero será difícil cambiar una tradición que se inició en la época de José Miguel Carrera.

A la fundación de Santiago, al triunfo de los patriotas en Chacabuco y al juramento de la independencia nacional, todos acontecimientos ocurridos un 12 de febrero, hay que sumar un cuarto hecho datado el mismo día, pero en 1812.

En efecto, principalmente los periodistas recuerdan cada 13 de febrero la fecha en que circuló por primera vez la Aurora de Chile. Debido a ello, se instituyó en nuestro país el Día de la Prensa. Sin embargo, el historiador nacional José Toribio Medina, en el prólogo al libro del estadounidense Samuel Burr Johnston, “Cartas de un Tipógrafo Yanqui”, al dar cuenta de la labor del norteamericano en nuestro país y al comentar el inicio de la circulación del primer diario nacional, expresa que “Adviértase que ese prospecto (de la Aurora de Chile) carece de fecha; pero, pues, el número primero del periódico lleva la del 13 de febrero, es de creer que apareciera el día anterior, con lo cual tendremos que en el 12 de febrero debe conmemorarse en Chile el cuádruple aniversario de la aparición del primer periódico –de la imprenta, podría decirse- de la fundación de Santiago, de la batalla de Chacabuco y de la declaración de la Independencia”.

En el mencionado prospecto de la Aurora de Chile, Camilo Henríquez, junto con destacar algunos de los acontecimientos más importantes que ocurrían en ese momento en el país, señala que “Está ya en nuestro poder, el grande, el precioso instrumento de la ilustración universal: la imprenta. Los sanos principios, el conocimiento de nuestros eternos derechos, las verdades sólidas y útiles van a difundirse entre todas las clases del Estado. Todos sus Pueblos van a consolarse con la frecuente noticia de las providencias paternales y de las miras liberales y patrióticas de un Gobierno benéfico, probo, infatigable y regenerador”.

No estaría mal en estos días, creo, a propósito de las palabras y obra de Camilo Henríquez, debatir acerca del rol de la prensa y de los medios de comunicación en general, tal como ya se ha hecho notar en algunos foros, pensando no sólo en la necesidad de que los ciudadanos sean enterados oportunamente de los acontecimientos más importantes, sino también en la calidad y pluralidad de la información que se les hace llegar.

Así pues, a las consabidas efemérides que se celebran cada 12 de febrero, siguiendo al historiador Medina, en nuestro país también debiéramos conmemorar en dicho día el inicio de la prensa. Vaya fiesta nacional, multiplicada por cuatro. Por tanto, no sería inoportuno que en los principales recintos públicos de Chile, en especial en los de Santiago, junto al recuerdo de las figuras de Valdivia, de O’Higgins y de San Martín, se destaquen las de Henríquez y de Carrera, y las de todos aquellos que apostaron por un país digno, libre, informado e ilustrado.

jueves, 21 de enero de 2010

Patrimonio de exportación

En la página web del Servicio Nacional de Aduanas (www.aduanas.cl) se puede revisar una gran cantidad de estadísticas sobre el comercio exterior de Chile. Para un ignaro, como yo, aquellas cifras y denominaciones son como para marearse, por lo que sólo haré unos mínimos alcances de lo que al pasar (al voleo) pude inferir de algunos datos que espero no haber interpretado mal.

En primer lugar, que las exportaciones de Chile al resto del mundo, entre enero y diciembre de 2009, sumaron un total de 49.938,2 millones de dólares (para los curiosos, en el mismo período las importaciones totalizaron 38.826,1 millones de la moneda estadounidense). Si comparamos con el monto total de lo exportado durante el 2008 (69.095,3 millones de dólares) podremos señalar que en el año que acaba de finalizar la venta de productos chilenos al extranjero perdió alrededor de un 28 por ciento: ¿la crisis que le llaman?

En segundo lugar, cómo no, los datos muestran que los mayores ingresos de la exportación se generan por la venta de cobre y sus derivados: poco menos de la mitad del total.

En tercer lugar, la variedad de productos que se exportan desde Chile resulta asombrosa para quien no está acostumbrado a mirar dichas estadísticas. A los consabidos metales, vinos, uvas, salmones, merluzas, manzanas, etc., se agregan, por ejemplo, despojos de animales, goma base para la fabricación de chicle, carraghenina (les dejo como tarea averiguar de qué se trata este producto de nombre tan raro), el cuestionado aspartame, calzones, preservativos y parches curita. ¿Quién lo diría, no?

Por último, alcancé a percibir que las ventas de libros al exterior en el 2009, en su conjunto, alcanzan un ingreso por algo así como 4 millones 25 mil dólares. Es decir, poco menos de un tercio que el valor de las importaciones de estos mismos productos, para el mismo período (11 millones 420 mil dólares). En este sentido, y ya que no me detuve a revisar otros productos exportados que cupieran bajo el alero de lo que genéricamente llamamos y entendemos por cultura, parece que este rubro tiene poca incidencia en las cifras (macro) económicas. Y eso seguramente siempre ha sido, es y será así. No sólo en Chile. Y, tal vez, no debería preocuparnos mucho, pues la cultura tiene una tremenda dimensión intangible en lo inmediato y transita por rieles distintos a las materias primas, las manufacturas y esas cosas.

Distinta situación ocurre cuando analizamos aquellos elementos culturales que reconocemos como propios y que nos lo agradecen en Sudáfrica, tanto como en Australia, Francia o Canadá. Tengo la sospecha que se podría hacer un no despreciable listado con creaciones autóctonas que han traspasado nuestras difíciles fronteras físicas al revisar canciones, poemas, novelas, pinturas, dichos populares, comidas o, incluso, palabras. A propósito de vocablos, una anécdota. Al final de una entrevista televisiva, al chileno Roberto Matta le piden que se despida de sus compatriotas pronunciando algunas palabras; qué dijo el singular artista: “poto”. ¿Será este término, con el sentido y uso que le damos en Chile, uno de aquellos productos culturales de exportación?

Sin duda, en nuestras tierras han nacido creadores y artistas que nos han hecho reconocibles en el resto del mundo. Entre otros, el propio Matta, Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Violeta Parra, Osmán Pérez Freire, Víctor Jara y muchos más ocupan un sitial de honor en este aspecto. Y nunca les estaremos lo suficientemente agradecidos. Es cosa de escuchar “Te recuerdo Amanda” en sueco o de ver un video de los famosos tres tenores (Pavarotti, Carreras y Domingo) cantando el “Ay ay ay” para comprender lo que señalo.

Sin embargo, hay productos culturales originarios de Chile que, pese a las comunicaciones globalizadas de hoy, no hemos dimensionado como corresponde porque simplemente desconocemos las alturas a las que han llegado. Constituyen parte de nuestro patrimonio inmaterial que nos identifica ante el mundo y que es valorado en las más alejadas latitudes. Incluso, nos podemos sorprender al observar o escuchar a reconocidos personajes que lo recrean, bien allende Los Andes, como en el entorno del Mar Mediterráneo, por ejemplo.

Italia, desde siempre creo, es reconocida como una tierra en que el canto (y el del bueno) ha tenido creadores y cultores de excepción. Tanto en la música llamada docta como en la popular. En este último ámbito, quienes tenemos algunas décadas de vida (ni tanto tampoco, eh), recordamos incluso toda esa avalancha que tuvo en el Festival de San Remo su más extraordinario fomento. En ese certamen, en las décadas de los sesenta y setenta, cada año se presentaban diez o más canciones y todas se transformaban en éxitos. Lo mismo ocurría con los cantantes, fueran hombres o mujeres.

Pues bien. Precisamente al despuntar los años setenta, en Italia se hizo reconocido en forma masiva un artista llamado Claudio Baglioni. Tanto, que su sello discográfico le pidió que grabara algunos temas de San Remo para que adquirieran mayor difusión y fama (y se vendieran más, por supuesto). Así tuvimos la oportunidad de escuchar, también en español, a este romano de nacimiento con una canción que muchos deben recordar: “No quiero enamorarme más”. Baglioni, que es toda una institución musical en Italia, también se (nos) ha dado el placer de recrear grandes temas de otros autores, como ocurre con “A salty dog”, una de las agradables composiciones del grupo inglés Procol Harum. Pero no es el único ejemplo.

En efecto. He tenido la oportunidad de ver un extracto de la televisión italiana, de algunos años atrás, en que Claudio Baglioni, con mucha emoción y acompañado de, en ese entonces, un Inti Illimani no separado (oh, paradoja), interpreta “El pueblo unido jamás será vencido”, del músico chileno Sergio Ortega. A quienes tengan la posibilidad de observar y escuchar el video que indico (subido a youtube por el usuario “toysoft”, a quien agradezco), les dejo el link respectivo:

http://www.youtube.com/watch?v=ymlpnitQmYo



Hace unos meses, un amigo con el que llevamos adelante iniciativas patrimoniales, Luciano Ojeda, escribió sobre un descubrimiento que hizo de una hermosa obra: “The People United Will Never Be Defeated, 36 Variations on a Chilean Song”, del compositor norteamericano Frederic Anthony Rzewski. Ya en el título se reconoce su origen por estos lares. Se trata, ni más ni menos, de una variación para piano de la misma canción de Sergio Ortega que canta Baglioni y que se puede escuchar en Italia, México, España o Alemania: “El pueblo unido jamás será vencido”. He ahí, pues, uno de esos ejemplos de creación que, con indiscutible tinte y paternidad de un connacional, viajan y nos hacen reconocidos en el mundo. Son lo que llamo patrimonio de exportación.

Por estos días, en Chile, tal vez algunos sientan añoranza o rabia o pena al mirar el video que sugerí. No lo discuto y no es mi intención deprimir a nadie. Tampoco deseo abrir heridas ni nada de eso. Sólo pongo el acento en un hecho: hay creaciones culturales, con clara impronta local, que han trascendido nuestras fronteras, que van más allá de las clásicas referencias que solemos hacer a los artistas nacionales más conocidos, que han pasado a formar parte del inventario patrimonial de la humanidad (o buena parte de ella). Así, a Neruda, Mistral, Violeta o Valparaíso, también debemos unir estas obras que son interpretadas en los lugares más disímiles del mundo y que nos hacen, sobre todo en estos tiempos, reconocibles ante otros ojos, otros oídos, otras sensibilidades.

Ya lo indicaba más arriba. Hay productos (si pueden llamarse así) que no estarán nunca en una lista de aduanas. No sumarán ni restarán números en una balanza comercial (salvo en la cantidad de placas que crucen las fronteras o de actuaciones de algún artista en el extranjero). No. Pero, por su mismo carácter inmaterial, por su condición de alimentador del espíritu o de las esperanzas, estas creaciones culturales intangibles, que llegan y son acogidas por tan vasto público en el mundo, también forman parte de nuestras exportaciones. Y vaya que se agradece.