martes, 4 de septiembre de 2012

Til Til

Prolegómeno

Ya en 1554, trece años después de ser fundado, a Santiago de Chile le fue otorgado el título de ciudad “muy noble y muy leal” por parte del soberano Carlos I (quien, de seguro, ni se enteró). En los siglos coloniales, la capital del Reino fue adquiriendo una preeminencia incuestionable frente a sus pares del norte y del sur (Concepción o La Serena, por ejemplo), hasta que en el período republicano, y especialmente durante la pasada centuria, dicha situación derivó en la megalópolis que es hoy, en la que habita un tercio de la población nacional y en la que se levanta la torre más alta de Sudamérica. Ni qué mencionar los servicios, construcciones y actividades que hacen de Santiago la indiscutida ciudad principal del país.

Pero, con rabia y también con justeza, desde las provincias se reclama constantemente que Santiago no es Chile. Yo mismo, oriundo de otros lares, lo he señalado más de una vez y, como habitante desde hace años en la capital, me ha tocado recibir la queja. Por eso me gusta hablar también de realidades e historias que he conocido, de manera directa o no, en esta “loca geografía”. 

Manuel Rodríguez de Til Til o Til Til de Manuel Rodríguez

Til Til parece ser (o quizás debería llamarse) Manuel Rodríguez. La figura en sombras del héroe, a caballo y portando una antorcha libertaria al centro del escudo municipal, ya lo indica así. El hecho de que casi toda la obra dedicada a Rodríguez (libros, canciones, poemas, películas) destaque que fue asesinado en este pueblo, distante 60 kilómetros al norponiente de Santiago, hace que cuando se menciona Til Til, de inmediato se asocia con el popular prócer. Por eso no es extraño que no exista institución que no se llame Manuel Rodríguez. Y cualquier visitante lo puede comprobar cada año, en el fin de semana más próximo al 26 de mayo, día del asesinato del guerrillero en 1818. La conmemoración de este aniversario es, para los habitantes de Til Til, tan importante como la del 18 de septiembre. Frente a las dos esculturas que hoy lo recuerdan, en el supuesto sitio de su muerte, rodeados de fondas y ramadas, se organiza un acto cívico que incluye discursos, presentaciones de bailes folclóricos, teatro escolar y un maratónico desfile matinal.

Pero, por cierto, Til Til es más que Manuel Rodríguez. Desde que llegaron los españoles a Chile se le mencionó como uno de los escasos sitios en que los aborígenes extraían oro. Por ello, los inicios del poblado están ligados a esta actividad minera que, hacia 1712, el famoso ingeniero francés Amadeo Frezier calculó en cinco trapiches que molían un cajón diario cada uno. Hoy por hoy, todavía es posible encontrarse en el pueblo con un trabajador o propietario de alguna pequeña veta del precioso metal, explotado casi artesanalmente en los cerros aledaños; aunque, en rigor, en la zona es más factible toparse con camiones que transportan piedra caliza.

A su vez, en tanto Valparaíso se transformó en el puerto más cercano a Santiago, una de las vías importantes que unió a ambas ciudades era la Cuesta de La Dormida, que en su acceso oriental y casi en la mitad del trayecto pasaba por Til Til, lo que ayudó a incrementar su importancia. Y con mayor razón si el viaje desde la capital tenía como punto de llegada los paisajes de Olmué o Limache… como se supone que era el destino de la comitiva que llevaba prisionero a Manuel Rodríguez: la cárcel de Quillota.

Como el trayecto Santiago-Valparaíso por la cuesta de La Dormida, pasando por Til Til, resultaba más largo que el camino que cruzaba la cuesta de Lo Prado, su uso no implicó una mayor afluencia de visitantes a este pueblo, de un micro clima tan seco y, por lo mismo, recetado para los tuberculosos de antaño. Sin embargo, hay que decir que cuando Enrique Meiggs trazó el tendido ferroviario entre la capital y el puerto principal de Chile, en la segunda mitad del siglo diecinueve, ahí sí que Til Til quedó en medio del camino y no sólo contó con su estación respectiva (un puro andén descubierto, en verdad), sino también con un tren propio para viajar a Santiago en las mañanas y volver al pueblo en las tardes: el llamado “tren corto”, que en una hora cubría el itinerario, suficiente lapso para que igual se paseara por su interior el sempiterno vendedor de “malta, papaya y pilsen”.

Bueno, ya sabemos lo que pasó con el tren en todo Chile. En el día de hoy, a determinadas horas, solo cruza la casi inexistente estación de Til Til, haciendo sonar su inconfundible silbato y arrastrando a una decena de carros, una poderosa máquina que lleva la basura de Santiago hasta el vertedero de Montenegro. En la retina de los más viejos queda como puro recuerdo la vez en que, por ejemplo, los escolares de Til Til fueron llevados hasta la estación a saludar el paso de Gabriela Mistral. O la doble ocasión, en una misma semana, allá por noviembre de 1976 en que, desde Valparaíso, una interminable caravana de coches ferroviarios llevó a la gloria a miles de hinchas de Everton hasta Santiago, con sus inconfundibles colores oro y cielo (¿se acuerdan del Negro Ahumada, del maestro Salinas y del argentino Ceballos? Seguro que los fanáticos de Unión Española, con dolor, no los olvidan).

Hay algo, sin embargo, que de todas maneras mantiene vigente a Til Til y hace que su nombre sea pronunciado en distintas partes de Chile, más allá de lo de Manuel Rodríguez. Desde que el visitante ingresa al pueblo, por allá o por acá, el paisaje se copa de nopales y olivos, ambos de origen extranjero y muy bien afincados en la zona, los que entregan sus deliciosos frutos en la primera parte del año.

La tuna, fruta del nopal, proveniente de México, es tan característica de Til Til que también su figura luce en el escudo comunal. Habrán sido los incas o los españoles quienes la importaron a estas latitudes. Lo claro es que en este suelo pedregoso y seco encontró un hábitat acogedor para brindarnos una fruta que, según los expertos, no sólo es de dulce sabor, sino que también tiene propiedades curativas que pueden detener un cáncer o bajar los índices de colesterol. Lo que no se comprende es cómo, después de tantos años de producción y consumo de su fruto fresco, pese a algunos pocos esfuerzos de particulares, todavía no se la potencie en términos agroindustriales, como sí ocurre en otros países. Hasta cremas de belleza en base a la tuna o el nopal se comercializan en algunas regiones del mundo, lo que no sería una mala idea para ayudar a que Til Til agregue una nueva fuente de desarrollo, como parece que está ocurriendo con el otro fruto destacado de estas tierras.

La aceituna, que nace del olivo, es parte de la famosa dieta mediterránea y está ligada a varios episodios históricos de occidente, incluso algunos bíblicos. Claramente llegó a América de la mano de los españoles y, en lo concerniente a su arribo a nuestro país, es interesante recordar lo que el historiador Eugenio Pereira Salas, en sus “Apuntes para la historia de la cocina chilena”, cuenta a este propósito: “El olivo, símbolo de la latinidad, llegó a Chile en circunstancias novelescas. Refiere el Inca Garcilaso de la Vega que, al embarcarse rumbo al Perú don Antonio de Ribera, trajo consigo cien estacas de olivo que se malograron en la navegación, salvo tres de ellas que plantó con especial cuidado en su finca de Lima. De estas tres estacas sevillanas, una vino a parar a nuestra tierra”. Y de sus hijas, agrego yo, seguramente las que se adaptaron tan bien en Til Til.

Es cierto que las aceitunas de Azapa son más grandes. Pero aquí, amigos, no se trata de una cuestión de tamaño. Al menos no en este tema. Sobre todo cuando la preparación de la aceituna se hace en base a sajarlas a cuchillo y quitarles el amargor en una solución con cenizas de madera, tratamiento que, hay que reconocer, es más lento y caro que simplemente ablandarlas con soda caústica. Explico brevemente, para quienes no lo saben, que la aceituna se saca del olivo cuando está crecida, pero no está lista para su consumo, pues requiere de un ablandamiento, reitero, con ceniza hervida (lejía); y este trabajo lleva sus semanas.

A diferencia de lo que pasa con las tunas, en Til Til desde hace unos pocos años se está desarrollando una industria de aceite de oliva que, ojalá, le entregue a este pueblo rodeado de cerros otra alternativa de desarrollo.

Las tunas se cosechan en el verano. Las aceitunas en otoño. Por lo mismo, quien se acerque a Til Til a fines de mayo y, por ejemplo, asista a la próxima conmemoración del asesinato del famoso guerrillero independentista, en la llamada “Cancha del gato”, aunque lamentablemente no podrá arribar en un tren, tendrá la oportunidad de disfrutar de las sabrosas aceitunas que preparan en este pueblo y, de paso, saber por qué he dicho que Til Til parece ser Manuel Rodríguez.

lunes, 3 de septiembre de 2012

Ya no será lo mismo volver a Valdivia (es que “me aprieta la camisa”)

Unas semanas atrás, caminando bajo la llovizna por la costanera de Valdivia y su mercado fluvial, expresaba mi gozo de vivir de nuevo esa experiencia, lúdica, de estar en una de las ciudades más bellas de Chile. Unos desafiantes lobos marinos, recostados en el pavimento, fuera del río, me obligaron a torcer la ruta.

Muchos años ha, una tarde distendida de cigarros, calle y vereda, a la salida de la jornada colegial, el único compañero de curso que algo tocaba la guitarra nos cantó una canción que, en broma, nos señaló que era de su autoría. Los presentes nos contentamos y le celebramos el tema, por la agradable melodía y una letra en la que reconocimos pellejerías y paisajes urbanos cotidianos. Tiempo después supimos que el verdadero creador de la canción, bajo la metáfora de un viaje, era un dúo valdiviano.

Antes de partir a mi última visita a Valdivia, hace menos de un mes y por razones laborales, conté a mis amigos en facebook que haría tal. Titulé el breve párrafo con “Lluvias del sur”, y agregué un link al tema de Schwenke y Nilo que se pasea por la geografía física, urbana y humana de la región de Los Ríos como ya lo quisiera enseñar cualquier profesor. Porque Angachilla, el Calle-Calle, Collico y la calle Picarte son como están descritas en la canción.

A fines de octubre del año pasado, en un local de Peñalolén, tuve la última oportunidad de escuchar en vivo al dúo que ya no residía, estudiaba o creaba en Valdivia. Por supuesto que ya no eran iguales a cuando, tantas veces en la década de los ochenta o noventa, pude apreciarlos en diversas jornadas, en distintos escenarios, con la misma línea de su serena propuesta musical y su desgarradora poesía. Más todavía: el propio Nelson hizo una broma acerca de los problemas, de salud y familiares, de quienes ya superaron los cincuenta años de edad.

Este viernes 22 de junio, desde anoche en realidad, a contrapelo de lo que se señala en su canción más emblemática, Schwenke y Nilo hacen noticia. Y reconozco que me sobrecoge, lágrimas incluidas, a esta hora de la tarde de un día triste, el inicio del cotidiano programa radial de Julio César Rodríguez, que se suma a la pena y al homenaje a Nelson. Me duele esta “moda Cerati”. Y les pido disculpas por lo demasiado personal del texto escrito; pero creo que también son compartidas por miles de chilenos, especialmente por los amigos y compañeros de mi ochentera generación, por los que aman la música, por todos quienes se conmueven con las “cifras de la Unicef”.

Lo siento, querido Nelson. No tengo tu fuerza para describir con letras el dolor. Ni menos tu capacidad musical para embellecer las palabras. Es más: apenas alcanzo a contarte que en Santiago, cuando es ya invierno pero no llueve, “mi cigarrillo solo se ha consumido, sin poderlo fumar…”.