martes, 31 de agosto de 2010

El Huáscar y las campanas

Diversas voces reiniciaron una vieja discusión en relación a la posibilidad de devolver el monitor Huáscar, anclado desde hace años en Talcahuano, a su país de origen. La historia del temido barco peruano, igual que la caballerosidad de su comandante Miguel Grau, que hundió a la Esmeralda en Iquique, que luego campeó en las costas chilenas y que, finalmente, fue capturado por la marina chilena en Angamos, es conocida por todos. Lo que muchos no saben hoy, ante la idea de la devolución, es qué hacer con la nave; mientras algunos prefieren que permanezca donde mismo y otros apostamos por hacer un gesto enaltecedor al respecto. Venga entonces una vieja-nueva historia para ayudar a decidir.

El 8 de diciembre de 1863, en Santiago y en el país se celebraba la finalización del Mes de María, una de las fiestas más importantes del mundo católico. Los distintos recintos religiosos se ornamentaron pomposamente, esperando una alta concurrencia. Precisamente, una de la iglesias que se atestó de gente, en especial de mujeres con niños y criadas, fue la de la Compañía de Jesús, que ocupaba el sector oriental del terreno comprendido entre las calles Bandera, Compañía, Morandé y Catedral (en la misma época que en la parte poniente de esa manzana se construía el edificio del Congreso Nacional).

El exceso de velas (y unas puertas que abrían hacia adentro) costó caro a la multitud agolpada en el interior de iglesia. Un incendio de proporciones, en pocos minutos, desató una de las mayores tragedias que recuerde la capital. Más de dos mil personas fallecieron producto del fuego, del humo, de la desesperación, del aplastamiento. Al día siguiente, una crónica del diario El Ferrocarril dio cuenta del dolor de esa jornada:

“No hay memoria en Chile de un hecho más horriblemente trágico. Se nos erizaban los cabellos cuando recordamos la espantosa catástrofe que hoy tiene sumidas en el luto a centenares de familias. La ciudad entera no se da cuanta aún de tan horrible desgracia. La concurrencia, amagada por el fuego, comenzó a huir. Las puertas no eran, sin embargo, suficientes para darles paso. Cuerpo sobre cuerpo se formó una muralla compacta y numerosa. Había mujeres que resistían el peso de diez o doce otras tendidas encima. Era materialmente imposible desprender una persona de esa masa horripilante. Los más desgarradores lamentos se oían del interior de la Iglesia… La concurrencia continuaba agolpándose a las puertas y estas puertas no permitían la salida… ¡Presenciamos ese momento, pero renunciamos a describirlo…!”.

Igual que sucede con la situación de los 33 mineros de Copiapó en estos días, aunque en tiempos menos globalizados por cierto, la noticia del incendio de la iglesia de la Compañía dio la vuelta al mundo y también fue recogida por una larga y sentida crónica en el famoso New York Times, el 18 de enero siguiente.

Entre las acciones posteriores a la tragedia se destacó la creación del Cuerpo de Bomberos de Santiago y la decisión de no construir nada nuevo en el sitio de la catástrofe, una vez que los restos del recinto fueron demolidos. Una escultura fue dispuesta en el lugar (la de hoy es una réplica, pues la original está situada en la Plaza La Paz, a la entrada del Cementerio General, en el mismo espacio en que fueron depositados los cadáveres de las víctimas).

Pocos vestigios materiales quedaron del recinto siniestrado. Hasta hace pocos días, sólo sabíamos de un mudo testigo de la tragedia que está puesto en la ermita del cerro Santa Lucía: una de las campanas de la iglesia de la Compañía acompaña en ese lugar los restos de Benjamín Vicuña Mackenna, de su mujer Victoria Subercaseaux y de sus hijos. Sólo eso sabíamos, hasta hace pocos días…

En efecto, desde Gales, Inglaterra, se nos informó unas semanas atrás que otras tres campanas que quedaron del triste incendio, que fueron compradas como chatarra y que estuvieron dispuestas en el campanario de la iglesia de Todos los Santos de Oystermouth, hasta 1964, serán devueltas a nuestro país como un regalo por el Bicentenario. Seguramente los habitantes del pequeño poblado inglés habrán reflexionado y discutido bastante sobre esta devolución, casi 150 años después de que las campanas llegaron hasta ahí. Más de alguien, pienso, debe haber argumentado que las campanas fueron adquiridas legítimamente y que el gesto de “devolverlas” a sus dueños (Chile) no correspondía. Sin embargo, primó la idea de que los artefactos no son sólo una materialidad y que, en definitiva, forman parte del patrimonio histórico del país y de Santiago, a la vez que evocan un pasado doloroso, otro más, en la historia de este lado del sur del mundo.

Saludable es entonces la acción de los ingleses (y quizás los anime a hacer otros guiños similares a futuro, no sólo con pedazos de fierro, sino también con importantes trozos de territorios ultramarinos). Por nuestra parte, se agradece este regalo bicentenario que nos permitirá recordar a las más de dos mil víctimas del incendio reseñado.

El de los galeses (y de Inglaterra entera), en este caso, se trata de un gesto vivificante. Misma idea que subyace entre los chilenos que somos partidarios de devolver el Huáscar a sus propietarios primigenios y avanzar en forma civilizada en otros temas más de fondo y que apuntan a mejorar las relaciones vecinales. La historia del conflicto de 1879, sea quien sea que la escriba, no esconde la capacidad militar de Juan José Latorre y sus dirigidos, que derrotaron a Grau y capturaron el famoso barco peruano en Angamos; no es necesario para recordarnos ese episodio mantener este buque estancado en aguas chilenas. Así como regresarán tres campanas originalmente propias, debiera retornarse un barco originalmente ajeno. Así como para el Bicentenario recibimos estimados presentes, también podemos hacer valiosos regalos.

lunes, 2 de agosto de 2010

Leyendo (en/de) la ciudad

En la discusión sobre el otorgamiento del próximo Premio Nacional de Literatura, cosa para nada novedosa (la del entrevero, me refiero), hay quienes desestiman la importancia del galardón, aduciendo que Chile, hoy y desde hace varios años, es un país de pocos y malos lectores; para esto se apoyan en cifras de estudios serios que dan cuenta de tal realidad. Mala cosa esto de no agarrar los libros (¡que no son tan escasos los buenos!) y darle rienda suelta a la imaginación o al “diálogo” con sus autores.

Visto así el asunto, para empezar a revertir el mal ya señalado de nuestra (dis)capacidad lectora (y, entre otras cosas, poder meter la cuchara en discusiones literarias sin ser menospreciados) me parece muy saludable apoyar las iniciativas que apuntan a reconciliarnos con los libros, especialmente entre niños y jóvenes. Y no sólo con los libros; también con las revistas, periódicos y otros soportes más actuales. Aquí recuerdo lo expresado por una señora amiga que, haciendo dulce memoria, comentaba cómo los trabajadores de la construcción volvían a sus casas apretujados en las micros, cada cual leyendo el diario.

Por mi parte, deseo proponer que, además, nos entusiasmemos con otro tipo de lectura, distinto al que se sustenta en las palabras. Me explico brevemente: el sociólogo argentino Mario Margulis tiene un escrito bien interesante, llamado “La ciudad y sus signos”, en el que indica que esta construcción humana (la ciudad) “va expresando los múltiples aspectos de la vida social y transmitiendo sus significaciones (…) podemos leer la ciudad como si fuera un texto”. Esto es, la disposición urbana, el trazado de las calles, el emplazamiento de espacios públicos, las formas de casas y edificios, las estatuas y placas colocadas aquí y acullá, etc., etc., son señales, signos que se pueden leer… e interpretar.

Creo que, igual que hacemos al leer una novela o un ensayo, la “lectura” de los signos de la ciudad requiere dotarnos de una competencia que nos permita una mejor comprensión. Y para ello, recomendable es partir por caminar sus calles, recorrer sus espacios, mirar al frente y en 45 grados -hacia arriba y hacia abajo-, hablar con sus habitantes, “interrogar” a sus monumentos, escuchar sus sonidos. Estoy seguro que tras estos ejercicios, después de haber interactuado con el silabario urbano, estaremos en posición de descifrar historias más complejas: podremos interpretar algunos signos citadinos que hablan de luchas, de celebraciones, de momentos amargos, de abusos, de emociones, de epopeyas, en fin, seremos capaces de construir un relato que nos involucra, que nos concierne.

Quizás la propuesta que hago (que recojo más bien, ya que no es de mi originalidad), nos permita a los “ciudadanos de a pie” ser tomados más en cuenta por quienes planifican y determinan la morfología urbana. Haciendo un paralelo con las palabras iniciales de este texto, nos dotaríamos de herramientas para discutir a quién se le entrega el Premio Nacional de Literatura.

Si a usted, amigo lector, le pareció interesante la sugerencia de leer la ciudad a través de sus signos, le quiero plantear un ejercicio práctico, apoyados por la imagen.

Caminado por el centro de Santiago, concretamente por la calle Mac Iver, al llegar a la esquina oriente con Merced, nos encontramos con una antigua construcción religiosa. Remozada y de llamativos colores, bien merece un vistazo por fuera y una visita a su interior. Es la iglesia de La Merced, que posee desde hace años un campanario que inspiró a dos grandes del tango argentino a crear una canción (algo ya adelanté en un artículo anterior): Enrique Santos Discépolo y Alfredo Le Pera, coetáneos y compañeros de ruta de Carlos Gardel.

Parados en la vereda opuesta a la de la iglesia, por calle Mac Iver, diríamos en el mismo lugar donde alojaron en su fecha Discépolo y Le Pera, podremos observar una estructura sólida que contiene tres placas metálicas, en las que apenas se distinguen una figura humana y un par de escritos. Al acercarnos, nos damos cuenta que se trata de un homenaje a uno -deberían ser los dos- de los creadores del tango “Carillón de la Merced”, pero que en el texto lo que más se destaca (más que el nombre del homenajeado) es el de quien mandó a poner la placa: ¿así lo pidió el mandante?, ¿así lo diseñó el artista?, ¿así lo estipuló un funcionario admirador y celoso? A quienes transiten por el centro de Santiago los invito a leer este signo e interpretarlo. A los que residen en otros lares, les dejo un par de fotografías del hito para que puedan también participar.

Reafirmo, entonces, mi apoyo a las iniciativas que propendan a fomentar la lectura, tanto la de los signos lingüísticos como la de los signos urbanos. Por mientras, me iré a terminar de leer “Inés del alma mía”, de Isabel Allende, a ver si me alcanza para opinar sobre el mayor galardón literario del país.