Punto referencial de los santiaguinos, visita casi obligada para turistas nacionales y extranjeros, escenario de escarceos amorosos, destino regular de la cimarra estudiantil, transgresor del tiempo y el espacio, lugar de encuentro intercultural, el cerro Santa Lucía permanece (porque a una inmobiliaria le saldría muy caro rasar el terreno para construir ahí un complejo de edificios) como uno de los hitos significativos de la capital. Aún con tanta construcción en altura rodeándolo y con el cada vez más ceniciento aire que opaca la visión de la ciudad, el cerrito mantiene su estatus de oasis de frescura y de otero privilegiado. Un intervalo en el tráfago de esta aldea que crece a destajo.
Imagino la actual ciudad hace 468 años, cuando los varios miles de indígenas que habitaban la cuenca del Mapocho se inquietaron con un grupo recién llegado, compuesto por un centenar y medio de paliduchos hombres y un numeroso contingente de yanaconas, quienes instalaron sus tiendas a los pies del actual cerro Blanco, al norte del río, mientras merodeaban el valle e intimidaban a sus originales moradores, montados en sus enormes bestias de cuatro patas. Algo grande se venía.
Mucho verde, bastante calor de seguro (era diciembre), chozas y cultivos varios, algunos canales de regadío que dejaron los incas, los cerros que rodeaban la cuenca, la enorme cadena montañosa que cerraba el espacio al oriente, el riachuelo que bajaba hacia el poniente… y el peñón rocoso, centro del dominio del cacique Huelén Huara, al sur del Mapocho.
Pedro de Valdivia debe haber intuido, sino sabido con certeza, que el mejor lugar para establecer su residencia definitiva estaba a los pies de ese mirador natural, que los indígenas llamaban, en su lengua, “Dolor”. Y el 13 de diciembre de 1540 se asomó la hueste española por el futuro Santiago de Chile. El mismo día en que el santoral católico recuerda a Santa Lucía. Como el nombre que pondría a la ciudad ya lo tenía claro, Valdivia reservó el de la beata de Siracusa para ese peñón que serviría de mirador preventivo.
Si bien un famoso cuadro del pintor Pedro Lira, masificado en unos cuantos billetes, ayudó a extender la idea de que Valdivia fundó Santiago arriba del Santa Lucía, no existe constancia de que haya sido así de cierto. Ni el libro Becerro (el de las actas del Cabildo) puede salvar esta duda, ya que se quemó en el ataque indígena que destruyó la precaria aldea, el 11 de septiembre de 1541, y fue rehecho sólo tres años después. Mejor es pensar -como lo hizo el historiador Armando de Ramón- que la fundación de Santiago, más que de un evento único, se trató de un proceso.
Salvo por el ataque encabezado por Michimalonco, Santiago no fue teatro principal de la Guerra de Arauco. Por ende, el Santa Lucía no cumplió su previsto rol de atalaya y más bien permaneció como hito que marcaba el límite oriental de la ciudad. Así fue durante toda la época colonial y los primeros años republicanos. Hasta que apareció el temple visionario de Benjamín Vicuña Mackenna.
Imbuido del espíritu liberal del siglo 19, del afán de progreso, de la preocupación por la higiene y el bienestar de los ciudadanos; conocedor de las transformaciones urbanas efectuadas por el barón Hausmann en París y de los avances tecnológicos y científicos de Europa; Vicuña Mackenna, desde su cargo de Intendente santiaguino, entre 1872 y 1874 se abocó a transformar el roquerío del Santa Lucía en el más excelso paseo público de la ciudad. Desde entonces permanece como una obra admirable y admirada (lo mismo que no podemos decir de otra de sus innúmeras creaciones, aunque no por culpa suya: la Sociedad Protectora de Animales).
Por cierto que don Benjamín recibió las críticas de rigor, cómo no, y su fortuna personal quedó bastante menguada. Pero perpetuó su nombre en Santiago con este hermoso lugar de esparcimiento y encuentro social. Así, desde entonces, el Santa Lucía no sólo representa un refrescante páramo lleno de verdor o admirables obras escultóricas. También, como lo deseaba Vicuña Mackenna, es un espacio en el que confluye buena parte de la diversidad humana que habita la ciudad. Y eso es rescatable en un mundo cada vez más segmentado.
De los varios ejemplos que pueden ilustrar el carácter socialmente inclusivo del cerro, podemos citar en esta ocasión la presencia permanente de las culturas indígenas o el diario deambular de grupos de gitanas, aparte del homenaje que el mismo Vicuña Mackenna instaló en el sector oriental a los protestantes que fueron enterrados ahí hasta 1874, por no permitírseles una tumba en el Cementerio General.
En efecto, en la ladera poniente del cerro, aunque poco perceptible desde la Alameda, existe una cueva que ha sido acomodada como una larga sala y en la que hoy funciona el Centro de Arte Indígena, CENWE. Ahí, representantes de las culturas aymará, rapa nui y mapuche, todos los días, ofrecen una variedad de artesanía y algunos productos culinarios típicos (como merquén o quínoa), que son apreciados por los muchos turistas que llegan al lugar, especialmente extranjeros.
Además de lo anterior, hay que mencionar que para el año nuevo indígena (24 de junio) y cada 12 de octubre, las principales organizaciones de los pueblos ancestrales presentes en Santiago suelen convocar a sus adherentes a realizar sendas y sentidas ceremonias en el Santa Lucía, en las que renuevan su compromiso con su particular cosmovisión y su sentido de identidad nacional. Así, el cerro se convierte en esas jornadas en una irisada muestra de diversidad.
Por otro lado, siempre en los jardines que caen a la Alameda, ahí por donde se levanta la gran piedra que recuerda una carta de Valdivia al Emperador o frente al mural con que la ciudad rinde homenaje a Gabriela Mistral, pasean en pequeños grupos algunas mujeres gitanas, con sus típicos atuendos y sus largas cabelleras, dispuestas a descifrar el futuro al transeúnte que ceda al asedio y le extienda su mano… y unas monedas, claro está.
Cierto es que las zíngaras no aceptan de buenas a primeras un no por respuesta y lo siguen a uno varios pasos en que insisten con su oferta. Y tampoco es mentira que a más de alguna se le ha visto agachada haciendo sus necesidades sin pudor en la ladera del cerro, no muy escondida a decir verdad. Pero su persistencia no es mayor a la que ocupan varias empresas que quieren venderte algo a través de una llamada telefónica. Lo interesante, para el caso que nos ocupa, es que el Santa Lucía se ha transformado en el espacio que las acoge y que nos recuerda que en Santiago no vivimos sólo nosotros (ahora bien, ¿quiénes somos nosotros? Es una pregunta compleja, cuya respuesta debatiremos en otra ocasión).
La diversidad humana que podemos apreciar en este cerro capitalino es una de las bondades surgidas de la ingeniosa mente de don Benjamín Vicuña Mackenna. Es lo que, entre otros aspectos, hace que el escritor Pablo Simonetti lo destaque en alguno de sus textos: “Ese monumento natural que se levanta contra los embates de la naturaleza y la desgracia, que intenta adornarse con los bienes de la cultura, que atrae como un imán a las parejas para recostarse en sus laderas, reúne desde lo más sólido de nuestro ser nacional -una historia monolítica y la vez fracturada como la roca granítica que lo constituye-, hasta lo más sensual e incluso lo más postergado”.
Por lo mismo, tal vez más notable que cambiarle el nombre (como lo han pretendido algunos parlamentarios para devolverle su original Huelén, en un afán de homenajear a los pueblos originarios), digo que más notable sería que las autoridades respectivas y los propios santiaguinos sigamos visitándolo y cuidándolo a diario, tratando de sensibilizarnos ante su belleza, de captar su larga historia y de profundizar su diversidad republicana.
Imagino la actual ciudad hace 468 años, cuando los varios miles de indígenas que habitaban la cuenca del Mapocho se inquietaron con un grupo recién llegado, compuesto por un centenar y medio de paliduchos hombres y un numeroso contingente de yanaconas, quienes instalaron sus tiendas a los pies del actual cerro Blanco, al norte del río, mientras merodeaban el valle e intimidaban a sus originales moradores, montados en sus enormes bestias de cuatro patas. Algo grande se venía.
Mucho verde, bastante calor de seguro (era diciembre), chozas y cultivos varios, algunos canales de regadío que dejaron los incas, los cerros que rodeaban la cuenca, la enorme cadena montañosa que cerraba el espacio al oriente, el riachuelo que bajaba hacia el poniente… y el peñón rocoso, centro del dominio del cacique Huelén Huara, al sur del Mapocho.
Pedro de Valdivia debe haber intuido, sino sabido con certeza, que el mejor lugar para establecer su residencia definitiva estaba a los pies de ese mirador natural, que los indígenas llamaban, en su lengua, “Dolor”. Y el 13 de diciembre de 1540 se asomó la hueste española por el futuro Santiago de Chile. El mismo día en que el santoral católico recuerda a Santa Lucía. Como el nombre que pondría a la ciudad ya lo tenía claro, Valdivia reservó el de la beata de Siracusa para ese peñón que serviría de mirador preventivo.
Si bien un famoso cuadro del pintor Pedro Lira, masificado en unos cuantos billetes, ayudó a extender la idea de que Valdivia fundó Santiago arriba del Santa Lucía, no existe constancia de que haya sido así de cierto. Ni el libro Becerro (el de las actas del Cabildo) puede salvar esta duda, ya que se quemó en el ataque indígena que destruyó la precaria aldea, el 11 de septiembre de 1541, y fue rehecho sólo tres años después. Mejor es pensar -como lo hizo el historiador Armando de Ramón- que la fundación de Santiago, más que de un evento único, se trató de un proceso.
Salvo por el ataque encabezado por Michimalonco, Santiago no fue teatro principal de la Guerra de Arauco. Por ende, el Santa Lucía no cumplió su previsto rol de atalaya y más bien permaneció como hito que marcaba el límite oriental de la ciudad. Así fue durante toda la época colonial y los primeros años republicanos. Hasta que apareció el temple visionario de Benjamín Vicuña Mackenna.
Imbuido del espíritu liberal del siglo 19, del afán de progreso, de la preocupación por la higiene y el bienestar de los ciudadanos; conocedor de las transformaciones urbanas efectuadas por el barón Hausmann en París y de los avances tecnológicos y científicos de Europa; Vicuña Mackenna, desde su cargo de Intendente santiaguino, entre 1872 y 1874 se abocó a transformar el roquerío del Santa Lucía en el más excelso paseo público de la ciudad. Desde entonces permanece como una obra admirable y admirada (lo mismo que no podemos decir de otra de sus innúmeras creaciones, aunque no por culpa suya: la Sociedad Protectora de Animales).
Por cierto que don Benjamín recibió las críticas de rigor, cómo no, y su fortuna personal quedó bastante menguada. Pero perpetuó su nombre en Santiago con este hermoso lugar de esparcimiento y encuentro social. Así, desde entonces, el Santa Lucía no sólo representa un refrescante páramo lleno de verdor o admirables obras escultóricas. También, como lo deseaba Vicuña Mackenna, es un espacio en el que confluye buena parte de la diversidad humana que habita la ciudad. Y eso es rescatable en un mundo cada vez más segmentado.
De los varios ejemplos que pueden ilustrar el carácter socialmente inclusivo del cerro, podemos citar en esta ocasión la presencia permanente de las culturas indígenas o el diario deambular de grupos de gitanas, aparte del homenaje que el mismo Vicuña Mackenna instaló en el sector oriental a los protestantes que fueron enterrados ahí hasta 1874, por no permitírseles una tumba en el Cementerio General.
En efecto, en la ladera poniente del cerro, aunque poco perceptible desde la Alameda, existe una cueva que ha sido acomodada como una larga sala y en la que hoy funciona el Centro de Arte Indígena, CENWE. Ahí, representantes de las culturas aymará, rapa nui y mapuche, todos los días, ofrecen una variedad de artesanía y algunos productos culinarios típicos (como merquén o quínoa), que son apreciados por los muchos turistas que llegan al lugar, especialmente extranjeros.
Además de lo anterior, hay que mencionar que para el año nuevo indígena (24 de junio) y cada 12 de octubre, las principales organizaciones de los pueblos ancestrales presentes en Santiago suelen convocar a sus adherentes a realizar sendas y sentidas ceremonias en el Santa Lucía, en las que renuevan su compromiso con su particular cosmovisión y su sentido de identidad nacional. Así, el cerro se convierte en esas jornadas en una irisada muestra de diversidad.
Por otro lado, siempre en los jardines que caen a la Alameda, ahí por donde se levanta la gran piedra que recuerda una carta de Valdivia al Emperador o frente al mural con que la ciudad rinde homenaje a Gabriela Mistral, pasean en pequeños grupos algunas mujeres gitanas, con sus típicos atuendos y sus largas cabelleras, dispuestas a descifrar el futuro al transeúnte que ceda al asedio y le extienda su mano… y unas monedas, claro está.
Cierto es que las zíngaras no aceptan de buenas a primeras un no por respuesta y lo siguen a uno varios pasos en que insisten con su oferta. Y tampoco es mentira que a más de alguna se le ha visto agachada haciendo sus necesidades sin pudor en la ladera del cerro, no muy escondida a decir verdad. Pero su persistencia no es mayor a la que ocupan varias empresas que quieren venderte algo a través de una llamada telefónica. Lo interesante, para el caso que nos ocupa, es que el Santa Lucía se ha transformado en el espacio que las acoge y que nos recuerda que en Santiago no vivimos sólo nosotros (ahora bien, ¿quiénes somos nosotros? Es una pregunta compleja, cuya respuesta debatiremos en otra ocasión).
La diversidad humana que podemos apreciar en este cerro capitalino es una de las bondades surgidas de la ingeniosa mente de don Benjamín Vicuña Mackenna. Es lo que, entre otros aspectos, hace que el escritor Pablo Simonetti lo destaque en alguno de sus textos: “Ese monumento natural que se levanta contra los embates de la naturaleza y la desgracia, que intenta adornarse con los bienes de la cultura, que atrae como un imán a las parejas para recostarse en sus laderas, reúne desde lo más sólido de nuestro ser nacional -una historia monolítica y la vez fracturada como la roca granítica que lo constituye-, hasta lo más sensual e incluso lo más postergado”.
Por lo mismo, tal vez más notable que cambiarle el nombre (como lo han pretendido algunos parlamentarios para devolverle su original Huelén, en un afán de homenajear a los pueblos originarios), digo que más notable sería que las autoridades respectivas y los propios santiaguinos sigamos visitándolo y cuidándolo a diario, tratando de sensibilizarnos ante su belleza, de captar su larga historia y de profundizar su diversidad republicana.
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