En la región del Bío Bío, específicamente en la comuna de Yungay, se ubica el poblado de Cholguán… Sí, es cierto, así se llama. La mayoría de los chilenos pensamos que ese nombre está reservado sólo para las delgadas planchas de madera prensada que se suelen usar en la fabricación de muebles. Pasa lo mismo con Trupán, otra localidad de esos parajes repletos de pinos, que es el árbol ocupado para fabricar estas placas. No es de extrañar, en todo caso, que el resto de los chilenos no tengamos idea de la existencia de éstos y numerosos otros pueblos repartidos a lo largo del país, tal cual lo demostró la tragedia del 27 de febrero pasado.
Los tableros de cholguán, por su ductilidad y menor precio que las maderas tradicionales, además de su utilización en muebles (sobre todo en las partes que no quedan a la vista), son también ocupados en considerables y diversos menesteres, que parten con las tareas escolares. Habría que preguntarle a alguien del grupo Angelini, propietario de varias empresas ligadas a dicho producto maderero, cómo anda este negocio que parece generar buenas entradas monetarias y no pocos conflictos ambientales, laborales y sociales.
Sin lugar a dudas, tal como ha sido en otras ocasiones similares, tanto el terremoto como el maremoto de hace tres meses marcaron (y seguirán haciéndolo) nuestra historia presente. Los coletazos del gran sismo, más allá de su natural fuerza destructiva, han dado pie a un debate que está lejos de desaparecer de la escena criolla. Y mientras no se asuma a carta cabal los errores previos y los que se sucedieron después, será imposible no hacer más referencias al trágico evento. La mesa está servida.
El terremoto develó una serie de carencias que las cifras macroeconómicas tenían escondidas. Y así como muchos se sorprendieron con el accionar de la gente que recurrió a prácticas que la información oficialista y casi monopolizada reservaba a países poco desarrollados (siendo Haití el paradigma), tantos otros recién descubrieron que había muchos compatriotas viviendo situaciones más que míseras y que, como señalara un amigo, en muchos aspectos demostró que nuestro Chile tiene una complexión de cartón… o de cholguán, agregaría yo.
En las primeras semanas post sismo, más allá de la iniciativa de organizaciones de la civilidad, unas cuantas autoridades edilicias se abocaron a catastrar la magnitud del desastre. Cuadrillas de profesionales, técnicos y funcionarios administrativos recorrían calles y pasajes para tratar de establecer, cartilla en mano, un balance más certero que el otorgado por la pura impresión de la vista. En esta labor contaron con la ayuda no menor de decenas de estudiantes universitarios y secundarios, a la sazón todavía sin clases regulares.
En no pocos de los sectores poniente y sur de la comuna de Santiago, todavía con edificaciones añosas y representativas de estilos constructivos que hablan de un pasado más espacioso y menos urgente, los voluntarios responsables de catastrar (quise colocar catastradores, pero parece que esa palabra no existe y, además, se prestaría para equívocos), digo que esas personas que acometieron la labor de cuantificar los daños en las propiedades se encontraron con varias sorpresas, que a más de alguno dejó con el habla para adentro y a otros, más expresivos, los hizo llorar de pena.
No podían dar crédito a la realidad que los cacheteaba. Claro, señalo yo, cómo no iba a ser de tal modo si buena parte de estos valerosos jóvenes, con tiempo y ganas de ayudar pues el terremoto no los afectó en forma personal, acostumbrados a ver un paisaje en que la precariedad material no existe, reciben a diario informaciones que dan cuenta de un país que ingresa a clubes exclusivos del primer mundo y que inaugura modernas autopistas concesionadas.
Y cuál es la novedad que provocó el escozor y las lágrimas de estos nobles muchachos. Que en nuestro querido Santiago del siglo 21, en muchas casas antiguas, de esas amplias y con varias habitaciones, que antaño fueron residencia de algún clan numeroso y adinerado, sus actuales propietarios arriendan cada pieza a un promedio de sesenta mil pesos mensuales… para una familia. O sea, en un espacio bien reducido, si el grupo está constituido por unas cuatro personas, para no andar chocando entre sí deben hacer mejores fintas que las de Messi en el área chica.
Según otro amigo, que participó en esas cuadrillas de encuestadores, en dichos lugares “el espectáculo con el que uno se encuentra es muy dantesco; más dramático de lo que se muestra y más complejo incluso de lo que uno se imagina”. Y agrega, a renglón seguido, que “este tipo de arriendo por piezas es un negocio muy lucrativo, con cero inversión y dinero fresco de retorno rápido”.
Pero lo descrito más arriba no es todo. Sí, hay más todavía. Qué cosa. Pues que algunos de estos arrendatarios extienden la cadena un poco más abajo, subarrendando esas habitaciones, principalmente a la no poca población de inmigrantes, sobre todo de los que se encuentran ilegales en el país, ya que éstos no tienen las herramientas jurídicas para exigir nada. A estas alturas no puedo dejar de evocar a alguna de esas películas del cine italiano de unas décadas atrás, especialmente la que Ettore Scola tituló “Feos, sucios y malos”.
Podrán imaginarse ustedes el hacinamiento, la promiscuidad y los severos problemas higiénicos de familias que viven (si puede llamarse así) a pocas cuadras de la Plaza de Armas de la capital. En un estudio realizado hace pocos años a propósito de la gente que está en la llamada, eufemísticamente, “situación de calle”, alguno de los entrevistados expresó que prefería dormir a la intemperie que en esas pocilgas donde lo menos que se ganaba era la picadura de un chinche.
Y cómo lo hacen esos arrendadores para subdividir espacios que antiguamente eran ocupados para dormir, por una o, a lo más, dos personas. Exacto: con planchas de cholguán. Así las improvisadas paredes se pueden desmontar fácilmente si la ocasión lo amerita. Ahí está, una vez más, la gracia de esta madera prensada, de poco espesor y que, por su color café oscuro, impide que en la situación descrita los unos se vean con los otros en la intimidad de la noche. Me dice usted que tal tabiquería no impide escuchar lo que pasa en la “pieza” de los vecinos. Bueno, eso tiene otro precio… que “los reyes del cholguán” no pagarán.
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