Tras el reciente terremoto, interrogado por un periodista sobre los daños en la comuna que dirige, el alcalde de Maipú, Alberto Undurraga, señaló que “Aquí hay algo de la ciudad no justa. Hay que mejorar el marco legal para que la ciudad sea justa…”. Se refería esta autoridad al distinto estándar de seguridad con que una misma empresa inmobiliaria construye edificios según el sector socio económico de que se trate. No hablaba Undurraga de cánones estéticos o estilos arquitectónicos sino, reitero, de seguridad. Y lo mismo decía respecto a obras públicas y privadas. La ciudad no es justa.
En rigor, hay quienes van un poco (o mucho) más allá y señalan sin ambages que la vida no es justa. Sin embargo, quiero centrarme en la acusación del alcalde y hacerme eco de ciertas ideas que se direccionan hacia la ciudad justa.
Ejemplos que abunden en lo expresado por Undurraga sobran. En Santiago, basta con dar una mirada por la conformación y entorno de las plazas públicas y percibir, como nos lo hizo notar una vez un profesor de Geografía, que los habitantes que menos espacio privado y menos patio tienen, disponen a su vez de las peores plazas y áreas verdes. O, quizás, hay que mirar y comparar la estructura y diseño de los puentes construidos en los últimos veinte años sobre el Mapocho. O, tal vez, recorrer la circunvalación Américo Vespucio, como lo propuso de forma tragicómica Payo Grondona en una canción. Bueno, está claro que el alcalde de Maipú (ni mucho menos yo, por cierto) está descubriendo la pólvora.
Agrego otra característica a lo ya señalado. Las ciudades actuales, las modernas y enormes como Santiago, están fragmentadas, divididas (pulverizadas, dirán algunos). Esta atomización no sólo tiene que ver con el surgimiento de varios centros que complementan o compiten con el original o del casco histórico. También está relacionada con la fragmentación socioeconómica que no se puede simular y que, con el reciente terremoto, en Chile quedó impúdicamente al desnudo.
En un artículo de 2004, los investigadores Alfredo Rodríguez y Lucy Winchester apuntan que nuestra capital sufre de una “aguda segregación socioeconómica (…) que se ve replicada también en la infraestructura básica y los servicios públicos”; que está “fragmentada por el temor, que repliega a los habitantes a sus dominios particulares”; y que, por último, “Santiago es una ciudad fragmentada política y administrativamente (…) sin una instancia gubernamental cuya área de responsabilidad sea la ciudad en su conjunto”.
De las condiciones anotadas resultan una serie de fenómenos colaterales que, entre otros y a mi modo de ver, se expresan en el desamparo, la enajenación, la delincuencia, la agresividad. Y frente a la constatación de esta realidad, más allá del lamento, ¿qué hacer?
En tanto creación humana, cultural, la ciudad es un espacio que construimos para (bien) vivirla y con-vivirla. No nos puede resultar ajena y, menos, antagónica. Por ello debemos dotarla de sentido, para todos y cada uno de los que la residimos y transitamos, y apertrecharla de entornos protectores, partiendo desde lo más básico, pues no se quiere lo que no se conoce.
En esta línea, apuntar a que los niños, desde sus colegios y hogares, se familiaricen con su entorno, con su ciudad, es el puntapié inicial. Las calles y los espacios públicos deben ser reconocidos desde los primeros años de vida y, por supuesto, los adultos tenemos esa responsabilidad. La urbe tiene que constituirse, como indica el especialista español Jaume Trilla, en el contexto, en el vehículo y en el contenido en que se educa.
Partiendo desde ahí, con un sentido pedagógico muy práctico, sumando y enlazando las ya varias iniciativas que invitan a los habitantes a recorrer sus ciudades, comenzaremos a revertir este proceso de fragmentación y desencuentro, haremos que el espacio que nos cobija sea aprendido y, sobre todo, aprehendido.
Esa es la apuesta que han realizado varias ciudades en el mundo (cuatro de Chile: Los Ángeles, Purranque, Vallenar y Frutillar), al constituir la Asociación Internacional de Ciudades Educadoras. En un fragmento de su Carta inicial, del año 1990, expresan que “las ciudades de todos los países deben actuar, desde su dimensión local, como plataformas de experimentación y consolidación de una ciudadanía democrática plena, promotoras de una convivencia pacífica mediante la formación en valores éticos y cívicos, el respeto a la pluralidad de las diversas formas posibles de gobierno y el estímulo de unos mecanismos representativos y participativos de calidad”. Hacia allá apunta la idea de educar en, para y por la ciudad y la ciudadanía.
Cierto. Aunque no basta. El alcalde de Maipú sugiere reformas legales, a fin de lograr una ciudad justa. Y ahí entramos de lleno a un terreno que tiene que ver con las políticas y los intereses económicos y diversos de quienes actuamos en el espacio urbano. Pero en la misma medida que acojamos la propuesta pedagógica señalada más arriba, también enfilaremos rumbo hacia lograr ciudadanos más comprometidos, habitantes más activos e interesados en definir el tipo de ciudad que quieren. Y no me cabe duda que la apuesta será, como lo dijo en la entrevista Alberto Undurraga, por una ciudad más justa, una ciudad inclusiva.
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