La noche del 27 de febrero pasado estaba previsto que finalizara la versión 2010 del Festival de Viña del Mar. Ya lo sabemos: el terremoto de la madrugada de ese sábado lo impidió. Lo que no pudo evitar el sismo es que Ricardo Arjona alcanzara a actuar en la jornada anterior (ojo: no estoy diciendo que habría sido mejor que el artista no cantara). Luego del enorme susto, el guatemalteco logró una autorización para salir desde Chile el mismo día sábado; no tuvo interés en observar la magnitud y consecuencias del desastre, ni menos correr el riesgo de pasar por otra experiencia similar. Algo parecido a lo que hizo el equipo sueco de Copa Davis, cuando se aprestaba a jugar en Chile en marzo de 1985.
Quienes viven en lugares ajenos a esta cotidianeidad telúrica pueden sentir pánico ante la sola insinuación de que podrían experimentarla al visitar nuestro país. Puede ser. Pero otros, tal vez haciendo “tripas corazón”, quizás no duden en asumir una actitud de interés científico o histórico si llegan a vivir la situación. Tres ejemplos sirven para ilustrar lo que digo.
Desde abril de 1822 se encontraba en nuestro país, recientemente viuda, la inglesa María Graham. Residió en Valparaíso hasta su partida, en enero de 1823, y entremedio tuvo tiempo para darse una larga vuelta por Santiago. Invitada por su connacional Thomas Cochrane, el 19 de noviembre estaba de visita en la casa que su anfitrión tenía en Quintero. Ese día, poco después de las diez de la noche, el país fue azotado por un fuerte terremoto, de 8,5 grados Richter, cuyo epicentro se localizó en Valparaíso.
Gracias a que Graham escribía un diario de vida que luego fue publicado, tenemos un importante registro de lo que pudo vivir y observar aquella vez, misma ocasión en que a pocos kilómetros Bernardo O’Higgins fue salvado por un lugarteniente de morir aplastado por un muro.
La viajera inglesa anotó en el “Diario de mi residencia en Chile en el año 1822” que “… a las diez y cuarto sentimos un violento movimiento, acompañado de un sonido como el de la explosión de una mina (…) hasta que la vibración fue aumentando, las chimeneas se cayeron y vi las paredes de la casa partirse (…) al oír la caída de la pared detrás de nosotros, saltamos la pequeña plataforma hacia el suelo, instante en que el movimiento de la tierra cambió de una rápida vibración a un movimiento como el de un barco en el mar (…). La sacudida duró tres minutos (…). Jamás olvidaré la horrible sensación de aquella noche. Todas las otras convulsiones de la naturaleza nos dan la idea de que podemos hacer algo para evitar o mitigar el peligro, pero no hay refugio o escape de un temblor”.
Varias réplicas del sismo registró la hábil pluma de la viuda inglesa, con no pocos datos importantes de las noticias que recibió de otros lares. Sin embargo, llama la atención la actitud de Graham quien, al entrar a la casa momentos después del primer movimiento, percibió que los muebles tenían una disposición extraña y lo anotó así: “… sin embargo, el desorden, o más bien los muebles fuera de lugar, eran impactantes, y luego me pareció que un patrón regía la ubicación de todas las cosas (…) observé los muebles de cada habitación y descubrí que todos apuntaban en la misma dirección. Esta mañana saqué mi compás y supe que la dirección era noroeste y sureste”. Más todavía: recostada en un colchón sobre el suelo, María Graham se dio a la tarea de contar, reloj en mano, la duración y cantidad de réplicas del sismo mayor.
Casi dos meses después, Graham abandonó el país rumbo a Brasil, acompañando a su amigo Cochrane, más que por el temor a los temblores, debido a los acontecimientos políticos que terminaron con la abdicación de O’Higgins a su cargo de Director Supremo.
Pocos años más tarde, en 1835, otro ilustre visitante inglés se encontraba en suelo chileno, en Valdivia para ser más exactos, cuando a las 11 y media de la mañana del 20 de febrero, con epicentro en Concepción, un fuerte terremoto sacudió al país. Charles Darwin, el científico padre de la Teoría de la Evolución de las Especies, en su “Viaje de un naturalista alrededor del mundo”, escribió lo siguiente: “Me encontraba en la costa y me había tendido a la sombra, en un bosque, para descansar un poco. El terremoto empezó de pronto y duró dos minutos. Pero a mi compañero y a mí ese tiempo nos pareció mucho más largo. El movimiento del suelo era muy perceptible y, al parecer, las ondulaciones provenían del Este; otras personas sostienen que provenían del Sudoeste: lo cual prueba cuán difícil es en ocasiones determinar la dirección de las vibraciones”, agregando más adelante, igual que Graham en su oportunidad, que el movimiento se parecía al de un barco en medio de las olas.
Reflexiona Darwin luego sobre las implicaciones de un sismo de esta naturaleza: “Un terremoto trastrueca en un instante las más firmes ideas; la tierra, el emblema mismo de la solidez, ha temblado bajo nuestros pies como una costra muy delgada puesta sobre un fluido; un espacio de un segundo ha bastado para despertar en la imaginación un extraño sentimiento de inseguridad que horas de reflexión no hubieran podido producir”.
No amedrenta, empero, al científico inglés este sismo que tuvo una intensidad de 8,5 grados Richter. Preocupado de una tarea y un propósito mayor, en los siguientes días al terremoto, Darwin viajó hasta la zona del epicentro en Concepción y pudo advertir in situ las consecuencias del mismo, así como hacer observaciones y mediciones que le servirían después en la elaboración de sus teorías. Y para ello se sirve, incluso, de ideas tan paganas como lo que escribió así en su libro citado: “Las clases inferiores, en Talcahuano, estaban persuadidas de que el terremoto provenía de que las ancianas indias que habían sufrido algún ultraje dos años antes, habían cerrado el volcán de Antuco. Esta explicación, por ridícula que pueda ser, no deja de ser curiosa: prueba, en efecto, que la experiencia enseña a esos ignorantes que existe una relación entre la cesación de los fenómenos volcánicos y el terremoto”.
Recién en julio de ese mismo 1835 Darwin abandonó el territorio chileno, en dirección norte, seguramente satisfecho de haber presenciado y vivido el sismo de Concepción y, un mes antes, la erupción del volcán Osorno. Tampoco fue el miedo el que lo alejó de estos pagos, sino la inquietud por comprender mejor al hombre y su entorno.
Mucho tiempo después, en 1985, Chile sufre otro terremoto. De hecho, me acuerdo perfectamente. Epicentro frente a las costas de San Antonio y 7,8 grados de intensidad. El país vivía bajo dictadura y, por lo mismo, numerosos periodistas e investigadores querían registrar esa situación, tal como lo hizo el australiano David Bradbury con una realización que llamó “Chile: ¿hasta cuándo?” y que posteriormente postuló a un Óscar en la categoría de documentales. No tengo testimonios escritos del episodio, pero recuerdo lo que vi editado.
Ya se iban del país, el director y su equipo, cuando el 3 de marzo se produjo el terremoto de marras que, en vez de ahuyentarlos, les entregó excusas y motivos para permanecer un tiempo más. Ello les permitió conocer y documentar entretelones de cuando Manuel Guerrero, Santiago Nattino y José Manuel Parada fueron degollados, a fines de ese mes.
Nuevamente tenemos otro ejemplo de ciudadanos extranjeros desacostumbrados a estas experiencias telúricas, que no se dejaron intimidar por el bramido de la tierra y decidieron quedarse pese al peligro.
No fue lo que hizo, en su total derecho, Ricardo Arjona. Si hubiese actuado en contrario, quién sabe, tal vez se habría inspirado para componer una gran canción o sus fans locales le estarían agradecidos por la solidaridad… o Fito Páez se habría cuidado de echarle la bronca.
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