lunes, 30 de diciembre de 2013

El cojo Robles y el primer Himno Nacional

Manuel Robles Gutiérrez (imagen en www.contenidoslocales.cl)
Cuando Benjamín Vicuña Mackenna oficiaba de Intendente de la capital (1872-1875), entre otras labores acometió la de realzar la figura de algunos próceres cuya memoria se estaba dispersando en el tiempo. Por ejemplo, en 1873, promovió el homenaje público y ciudadano a los escritores de la Independencia, a través de un monumento dispuesto en la Alameda de las Delicias (escultura que por cierto ya no se encuentra ahí, sino en el parque Forestal). Pensaba Vicuña Mackenna que estos intelectuales no podían merecer menos tributo que O’Higgins, Rodríguez, San Martín o los hermanos Carrera. Así, el 4 de mayo de ese año se inauguró una plazoleta en la principal avenida santiaguina, frente a la actual calle Brasil, junto a un obelisco de casi siete metros de alto que en sus cuatro costados contenía medallones de bronce, confeccionados por el escultor Nicanor Plaza, con los rostros de Manuel de Salas, José Miguel Infante, Camilo Henríquez y Manuel José Gandarillas.
 
La fiesta cívica de ese domingo 4 de mayo nos fue relatada en colorida crónica por don Gaspar Toro, quien señaló en parte que: “El hermoso paseo de las Delicias, en una extensión considerable, estaba adornado con vistosos gallardetes i banderas. La concurrencia principió a llegar desde la una de la tarde i entre ella se veía desde la más elegante dama hasta el más humilde obrero...”. Más adelante, el texto de Toro precisa que “A las tres de la tarde en punto, llegaron las bandas de música, dirigidas por el señor Quintavala. En seguida se procedió a descubrir el monumento. Don Ramón Barros Luco quitó el velo que ocultaba el obelisco de mármol (…) A continuación tocaron las bandas de música el himno nacional de Robles”.
 
Partitura primer Himno Nacional (imagen en www.educarchile.cl)

¡El himno nacional de Robles!, del músico Manuel Robles, del “cojo” Robles… en 1873… Si no lo dice don Gaspar, que a la sazón contaba ya con el título de abogado y con 25 años de edad, costaría creerlo, pues dicha música se había dejado de usar oficialmente en 1828. Sin embargo, no debiera extrañarnos que el intendente Vicuña Mackenna lo hubiera solicitado en el homenaje a los escritores de la Independencia. Ya diremos por qué. Por ahora, volvamos las miradas a la figura y obra del olvidado violinista de los albores republicanos, don Manuel Robles Gutiérrez.
 
Buena parte de la biografía de Manuel Robles, nacido en Renca en 1780 y fallecido en 1837, nos la aportó su amigo y colega José Zapiola en su “Recuerdos de treinta años”, en cuyas páginas expresa admiración especial por Robles, desde el instante en que lo conoció en una corrida de toros en San Francisco del Monte, en 1819: “… salió un cuarto toro, de un aspecto tal que impuso terror al público, incluso (a) los toreros (…) Hubo un rato de silencio, que fue enseguida interrumpido con gritos (…) Entre esas voces salió una de un palco vecino al nuestro: ‘¡que lo toree Manuel Robles, Manuel Robles!’ (…) esto nos hizo fijarnos en un individuo que se descolgaba de un palco (…) Hizo una cortesía, y después fue a encontrar al temible toro; le sacó cuatro, ocho, doce y quien sabe cuántos lances, hasta que el toro, cansado o aburrido, le dio vuelta, no la espalda, sino otra cosa, y se dirigió a los otros toreros, que, avergonzados, se disponían a imitar a Robles, con grandes pifias del público, que no cesaba de aplaudir furiosamente al futre”.
 
No sólo era un gran torero este futre Robles (de “altura más que común, de formas perfectas y de cara hermosa y simpática”, según el propio Zapiola), sino también un eximio bailarín, jugador de pelota, encumbrador de volantines y, ni qué decirlo, gran bohemio. O sea, digo yo, cualquier metrosexual de estos tiempos palidecería a su lado. En 1824, tanto Robles como Zapiola realizaron un viaje de novela a Buenos Aires, donde no faltaron las anécdotas que llevaron a sus protagonistas a empuñar las armas y a ganarse el pan en una orquesta… y en el juego de los billares, donde el oriundo de Renca no tuvo rivales.
 
De regreso a Chile, en el camino de Mendoza a Santiago, Robles recibió en una de sus rodillas la feroz patada de la mula de su acompañante ocasional, ya que el animal corcoveaba y se negaba a seguir por una estrecha ladera cordillerana. Tal fue el accidente que dejó cojo para el resto de su vida a este singular personaje que, por allá por 1828, sería objeto de un desaire que a cualquier mortal lo hubiera sumido en el resentimiento y la depresión, más no a él (dijo Zapiola), pese a que seguramente estaba acostumbrado a los halagos públicos de sus conciudadanos.
 
Para entender la descortesía a Manuel Robles hay que retroceder hasta el 19 de julio de 1819, cuando las autoridades de la época, encabezadas por Bernardo O’Higgins, decidieron crear un himno oficial que se interpretara en la siguiente celebración del 18 de septiembre. La letra fue encomendada a Bernardo Vera y Pintado, quien cumplió a tiempo con el encargo; pero, como no se tenía todavía la música, hubo que acomodar el texto a los sones de la que hoy es la Canción Nacional argentina.
 
Domingo Arteaga, edecán de O’Higgins e impulsor del teatro en el país, se dio a la tarea de conseguir que alguien llevara al pentagrama los versos de Vera y Pintado. Tras un pequeño chascarro con un músico militar, finalmente obtuvo de Manuel Robles la aceptación del encargo. Se estrenó el primer Himno Nacional el 20 de agosto de 1820, fecha del cumpleaños de O’Higgins, día en que zarpó la Escuadra Libertadora al Perú y en que también se inauguró el nuevo local del Teatro de Arteaga, en la entonces plazuela de la Compañía (después plaza de O’Higgins y hoy plaza Montt Varas, frente al Palacio de Tribunales).
 
En palabras del historiador Eugenio Pereira Salas, “La sencilla melodía de Robles prendió rápidamente en los corazones, y el público se acostumbró a entonarla todas las noches de función”. No en todos los corazones, eso sí. Se dice que sin recibir orden especial de sus superiores, estando en misión diplomática en Inglaterra, hacia 1827 Mariano Egaña (apodado por sus enemigos políticos como “Lord Callampa”), solicitó al músico español Ramón Carnicer una nueva melodía para el Himno Nacional.
 
La noche del 23 de diciembre de 1828, en el mismo Teatro de Arteaga en que se estrenó el himno con la música de Robles, ahora se tocó por primera vez la Canción Nacional, siempre con la encendida letra de Vera y Pintado, pero con los sones operáticos de Carnicer: fue llamado Himno Patriótico. Luego, después que España reconoció la independencia de Chile, en 1847 se decidió también modificar los versos originales (salvo la parte del estribillo), recurriendo a la inspiración poética de Eusebio Lillo. Y así se conformó definitivamente el Himno Nacional que se entona hasta nuestros días.
 
De esta forma, sin avisar previamente al afectado ni tomar en cuenta el parecer popular, se fraguó el desaire a Manuel Robles, al que su amigo José Zapiola siguió defendiendo: “Lo hemos dicho antes: como música, la de Ramón Carnicer es muy superior; pero tal cual es, jamás podrá cantarla el pueblo. Lo contrario sucede con la de Robles. A las pocas veces de oírla, ya se sabe de memoria; pero lo esencial es, no que sea bonita, sino los recuerdos que trae a nuestra memoria”. Y más todavía. Cuando no quedaba registro de la composición de Robles, el propio Zapiola, poco antes de 1870, se encargó de llevarla al papel, lo que permitió que llegara hasta nuestros días: “Hace algún tiempo la hemos borroneado en un pedazo de papel para que no muera con nosotros…”.
 
Si en mayo de 1873, en la inauguración del monumento a los Escritores de la Independencia se interpretó el himno de Manuel Robles, como anotamos al principio, se debió a la poderosa memoria de José Zapiola y a su deseo de hacer justicia al colega músico. Pero no sólo a eso. También a que el propio Vicuña Mackenna abrigaba idénticos sentimientos de cariño a la música del “cojo” Robles, ya que en la inauguración de la Exposición de Artes e Industrias, en septiembre de 1872, había pedido que se tocara la misma obra.
 
Coda
 
En algunos sitios de internet es posible encontrar una versión del primer Himno Nacional chileno (y bajarla al computador, como en http://www.memoriachilena.cl/602/w3-article-79651.html).
Sin embargo, modestamente, recomiendo una versión que no está en la web, que grabó hace una década la contralto Carmen Luisa Letelier, acompañada al piano por Elvira Savi, en la placa editada por la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, llamada “Isidora Zegers y su tiempo”.
 
Portada CD "Isidora Zegers y su tiempo" (imagen en http://web.uchile.cl/facultades/artes)
 
 

jueves, 7 de marzo de 2013

Plaza de la Justicia…

Tal es el nuevo nombre que (avisan, pero no nos preguntan) tendrá la remozada Plaza Montt-Varas, frente al edificio de los Tribunales, cuadra sur de calle Compañía, entre Morandé y Bandera. Y la nueva denominación no es el único cambio que se opera en el sector, pues lo más vistoso es el aspecto que lucirá la superficie y los casi 500 estacionamientos para automóviles en cinco niveles subterráneos.


Con más de 472 años de vida de Santiago, tampoco es la primera gran modificación urbana en el área. Sin embargo, antes de recordar parte de su historia, y siguiendo con los números, cuando este 2013 se cumplen 40 años del Golpe de Estado de 1973, suena interesante preguntarse si acaso el nuevo espacio, de rutilante nombre, no podría contener siquiera una placa que recuerde a los tantos familiares y amigos de víctimas de abuso a los derechos humanos que deambularon y se manifestaron en ese lugar con la esperanza de encontrar justicia. Es solo una pregunta… y una propuesta, claro…

Cuando llegaron los jesuitas a Chile y a Santiago (12 de marzo de 1593), si bien tuvieron dependencias en distintas y varias partes de la capital, su edificación más importante -la iglesia- fue la que construyeron en la esquina suroriente de la manzana en que ahora está la antigua sede del Congreso. Y como la puerta principal del recinto daba hacia el sur, la calle contigua pasó a llamarse “de la Compañía”, hasta el día de hoy. Tal cual ocurrió con cada iglesia levantada en la ciudad, en el frontis de la de los seguidores de Ignacio de Loyola se dejó un espacio vacío a modo de pequeña plaza, que fue conocida como “Plazuela de la Compañía”, y que en este caso cruzaba la calle, como se advierte en el plano que confeccionó el ingeniero francés Amadeo Frezier en 1712 y que ustedes pueden revisar en el siguiente link de Memoria Chilena:


En 1767 los jesuitas fueron expulsados de todos los territorios españoles (y de América y de Chile, por cierto) y su santiaguina iglesia pasó a ser administrada por el obispado local. A su regreso, y varios años después de la independencia nacional, construyeron un nuevo recinto al sur de la entonces Alameda de las Delicias. Y la antigua Plazuela de la Compañía cambió de nombre (Plaza de O’Higgins) y de uso.

En efecto. Según nos cuenta en su “Recuerdos del pasado” el fecundo Vicente Pérez Rosales, fue su protector Domingo Arteaga, que oficiaba también de edecán de Bernardo O’Higgins, el responsable de erigir en el siglo XIX el “primer teatro chileno, fundado el año 18 en la calle de las Ramadas, trasladado el 19 a la de la Catedral, y colocado de firme el año 20 en la antigua plazuela de la Compañía…”.

Al ser ubicado frente a la iglesia de los jesuitas, el teatro de Arteaga quedó al lado norte de la antigua sede del Real Consulado (que corresponde hoy al ala oriente del actual edificio de los tribunales), en cuyos salones se realizó la sesión del Cabildo Abierto de 1810 y donde abdicó Bernardo O’Higgins a su cargo de Director Supremo, en 1823.

El primer teatro “de firme” de Santiago fue construido entonces en el espacio que ahora es objeto de una gran remodelación. Y no solo eso, pues la fecha de la inauguración fue todo un acontecimiento: 20 de agosto de 1820, mismo día en que don Bernardo celebraba su cumpleaños número 42, en que zarpaba desde Valparaíso la expedición libertadora al Perú, y en que se estrenaba la primera Canción Nacional (con versos de Vera y Pintado y música de Manuel Robles) en… el “teatro de Arteaga”.

Pasados los años, el histórico teatro fue demolido, igual que el edificio del Consulado. Y los restos de la iglesia de la Compañía fueron derribados tras el incendio que la afectó en diciembre de 1863. En 1905 comenzaron a edificar el actual Palacio de los Tribunales y la anterior plazuela fue alargada hacia el poniente hasta la calle Morandé; y dispusieron una estatua que recuerda a Manuel Montt y a Antonio Varas, cuyos apellidos también dieron nombre a la actual plaza.

Algunos de los acontecimientos narrados más arriba, sin duda trascendentes en la vida republicana y cultural del país, llevó en 1944 a instalar en las paredes exteriores del edificio de los Tribunales una placa recordatoria de esos eventos… aunque evocaba hechos que dividieron al país, como fue la renuncia de O’Higgins. Por qué entonces, insisto, no será posible hoy, ad portas de entregar una remozada plaza a la capital, disponer otra seña que haga homenaje a quienes, en ese mismo lugar, tanto sufrieron e invocaron leyes y principios mínimos de justicia.

Ah, una última cosa poca, todavía, a propósito de las remodelaciones comentadas al inicio. Imagino que el diseño de la nueva plaza no contempla esas rejas que le quitan su razón de ser a la Plaza de la Ciudadanía: un espacio público de tránsito libre… imagino… ¿O es muy ingenuo lo que digo?