Fernando Laroche: "Alameda de las Delicias" (1900)
Miles de jóvenes manifestándose por la Alameda de Santiago, con profundas demandas a favor de educación pública gratuita y de calidad, es una de las postales significativas del Chile de hoy. Y si sumamos jornadas parecidas de los últimos tiempos, en torno a temas medioambientales o por la tolerancia a la diversidad sexual, podemos colegir que la ciudadanía quiere expresarse y hacer notar su parecer, cuando muchos la percibían presa de un prolongado letargo. Hay quienes hablan de un milagro, tal cual se cuenta del Lázaro de Betania.
Si bien las movilizaciones no han sido, ni mucho menos, exclusividad de la capital, lo cierto es que el peso político y demográfico de esta ciudad hace que destaquen por sobre lo que ocurre en regiones. Y en Santiago, claramente y no por casualidad, la arteria que concentra y sirve al desplazamiento de los manifestantes es la Alameda del Libertador Bernardo O’Higgins.
Inoficioso sería detallar todas las razones que llevan a la Alameda a cumplir el rol antes señalado. Empero, que en su paisaje estén La Moneda y la Plaza Baquedano –llamada Plaza Italia por la mayoría de quienes la refieren- explica bastante. Además, históricamente, esta vía central guarda recuerdos imborrables en el ámbito de la expresión ciudadana en el espacio público, más allá de las áreas de la política o las demandas sociales.
De seguro que el propio Bernardo O’Higgins así lo quiso, desde el momento en que por decreto de 1818, cuando trazó la antigua Cañada como paseo público, la bautizó inicialmente como “Campo de la Libertad Civil”, gesto muy propio de los aires republicanos y liberales de quienes condujeron la emancipación nacional.
Durante el siglo XIX y las primeras décadas del siguiente, la “Alameda de las Delicias”, como finalmente la llamó O’Higgins desde 1821, cada día recibió a los paseantes y vendedores que enriquecieron su paisaje y la transformaron en paseo privilegiado, como recordaba en 1941 el escritor Ricardo Puelma en su “Arenas del Mapocho”:
¡Alameda dominguera…! Yo te recuerdo con tus dos acequias laterales donde refrescaban sus manos los borrachos. Con tus vacas…, donde vendían leche pura con coñac, reventando espumosa de las ubres (…) Y las clásicas fiestas con trasnochada, del Dieciocho, la Pascua y el Año Nuevo. Desde luego, se tendía un techo en la avenida central con banderitas tricolores y faroles chinescos. Y abajo se extendían las fondas, como una gran serpiente de alegría, desde San Francisco a la Estación. Arpa y guitarra, coro de chinas cantoras con tamboreo y huifa, y déle que suene hasta que reventaba el sol por la cordillera.
Más todavía: la importancia de la Alameda fue refrendada cuando se instalaron a su vera, entre otras, las sedes del Gobierno (La Moneda, con tal función desde 1846); de la Universidad de Chile (1872); de la Universidad Católica (1914); de la Biblioteca Nacional (1925). Lo mismo cabe decir para cuando comenzó a funcionar la Estación Central de Ferrocarriles (primer edificio hacia 1857) y desde que el peñón del Santa Lucía fue entregado a la ciudad como paseo, en 1874.
Quizás la impronta que tuvo hasta mediados del siglo XX la arteria vial que nos ocupa llevó a uno de los fundadores del Ballet Nacional de Chile, el alemán Ernst Uthoff, a estrenar internacionalmente en 1957, en el Teatro Victoria de la capital, una obra navideña hecha “para niños de ocho a ochenta años relatado en danza y pantomima”, que llamó precisamente “Milagro en la Alameda”.
Y ojo, no se crea que todo lo que pasó antaño en la Alameda alimenta sólo dulces evocaciones. También las luchas sociales y políticas la tuvieron varias veces de escenario principal, y no pocas víctimas registra su historia casi doblemente centenaria, como ocurrió en 1905 durante la conocida “Huelga de la carne”.
Sin embargo, como fenómeno de largo aliento, hay que señalar que ya desde la década de 1940, en que la capital llega al primer millón de habitantes y cuando desaparecen del mapa de la Alameda la antigua Pérgola de las Flores y el Parque Inglés, ambos frente a la colonial iglesia de San Francisco, esta avenida irá perdiendo su carácter de espacio público de encuentro frente al aumento de la circulación de vehículos a motor, caracterizándose más como un lugar de paso que de paseo.
Justamente por estos días, en un afán por revitalizar prácticas sociales medio extraviadas, y cuando ciudades como Santiago parecieran fragmentarse en un sinnúmero de realidades particulares, varias de las instituciones culturales más importantes del país -y cuyas puertas dan hacia la Alameda- han decidido formar una red que, en especial, ayude a recuperar parte del rol que jugó esta avenida como espacio público de encuentro y sociabilidad.
Enhorabuena el nacimiento de este referente, llamado “Eje Alameda, Circuito Cultural” (http://ejealameda.wordpress.com/). Quién sabe si en poco tiempo más, por ejemplo cuando en el año 2021 celebremos el bicentenario de la creación de la Alameda, tengamos un nuevo milagro por obra y gracia de los hombres: que la principal calle capitalina disponga de una calzada exclusiva para los que quieran manifestar sus demandas o deseen transitarla y conversarla a paso lento.
Claro, tal vez ya no habrá venta de leche con coñac ni de pequenes, como un siglo atrás. Pero me agrada imaginar una Alameda en la que, al mismo tiempo, mientras unos ven cine o teatro, otros observan una exposición plástica o fotográfica; mientras unos engullen completos y refrescan el gaznate con cerveza, otros bailan con Chico Trujillo o Los Trukeros. Por qué no.
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