Viernes 19 de noviembre de 2010, Plaza de Armas de Santiago, cerca de las 20 horas. Más de cinco mil personas se aprestan a disfrutar de la puesta en escena de la clásica obra Carmina Burana, interpretada por el Coro Sinfónico y la Orquesta Sinfónica de la Universidad de Chile. Poco antes del inicio de la función, es presentado el rector de la Casa de Bello, Víctor Pérez Vera, quien agradece la asistencia y señala que espera que cada año, en ese mismo espacio, se lleve a efecto una función similar como regalo que la Universidad (“su Universidad”, le recuerda a los presentes) entregue a la ciudadanía en el día del cumpleaños de la principal entidad universitaria del país.
Pese a que un viento frío fue avanzando por la tarde-noche de ese viernes 19, quienes permanecieron en la céntrica plaza no dejaron de apreciar la cálida entrega de los artistas que emocionaron con el oratorio del alemán Carl Orff. Y al finalizar, un aplauso cerrado, de varios minutos, resonó en las paredes de la Catedral, los portales, el Municipio, el Museo… Sin embargo, quizás, lo más conmovedor no estuvo al acabar la función, sino al comienzo, cuando el mismo cuerpo de músicos y cantantes entonó la Canción Nacional y el Himno de la Universidad de Chile. ¿Por qué? Porque daba cuenta de que esta institución republicana, nacida en 1842, con ese acto simbolizaba la mantención de su vocación de servicio hacia el país, a todo el país.
La ley orgánica del 19 de noviembre de 1842, que creó la Universidad de Chile y que fuera encomendada un par de años antes por Manuel Montt a Andrés Bello, representó la materialización de un consenso en base a dos ideas centrales: por un lado, que la educación era el pilar fundamental para lograr una verdadera emancipación nacional; y, por el otro, que el Estado debía cumplir un papel rector en la organización y orientación de la tarea educadora. Gran consenso, el mismo que se reiterará en otros episodios de la historia de Chile, como cuando se nacionalizó el cobre.
Un alcance más al halo que rodeó el nacimiento de la Universidad de Chile. La misma ley que la originó establecía que cada año, para las fiestas patrias, se debía celebrar una sesión pública en que se leyera una memoria referida a la historia nacional. El primer trabajo en esta línea lo desarrolló José Victorino Lastarria, en 1844, con un texto acerca de la influencia social de la Conquista y del sistema colonial. Claramente, con estas decisiones y acciones se unía pasado y futuro, memoria y porvenir. Y cuidado, que Lastarria y Bello (el primer rector) tenían serias discrepancias políticas y, me atrevo a decir, ideológicas.
Más recientemente, en un trabajo titulado “Memoria y proyecto de país”, el sociólogo Manuel Antonio Garretón indica que “nuestro futuro como comunidad nacional es el modo como enfrentemos y resolvamos hacia adelante nuestro pasado”. Y, agrego, lo mismo cabe decir de la comunidad mundial. Esa es la esencia del estudio de la historia: el porvenir (“es por eso que un día me vi en el presente, con un pie allá, donde vive la muerte, y otro pie suspendido en el aire buscando lugar”).
No enseñamos (o estudiamos) la historia como un ejercicio de chochería senil. A Leonard Shelby, personaje de ficción de la película Memento y afectado de una amnesia que le impide recordar los hechos recientes de su vida, no hay nada que lo angustie más que no saber su pasado; no puede tener una existencia normal, no puede proyectarse en el tiempo porque, en definitiva, no sabe quién es.
Luego, de qué proyecto de país, de qué salto al desarrollo, de qué futuro esplendor hablamos si no nos interiorizamos de lo que hemos sido, de lo que hemos hecho (bien o mal, que para el caso es lo mismo). ¿Tendremos que condenarnos como sociedad, tal cual Sísifo, a cargar una y otra vez con la misma piedra sobre nuestros hombros? ¿Queremos correr irresponsablemente el riesgo de reiterar los errores (y volver a cometer los horrores) que registra nuestra bicentenaria historia independiente? ¿Para eso se propone rebajar las horas de historia en los colegios?
Quienes justifican la disminución de las horas de aula de la historia y las ciencias sociales en las escuelas dicen que no sacamos nada con enseñar estas materias si muchas investigaciones señalan que los chilenos no comprendemos lo que leemos. ¿Y en qué quedamos con eso de la integración de contenidos de naturaleza diversa? ¿Acaso los textos de historia no sirven para reforzar la lectura comprensiva (y crítica, por cierto) entre los estudiantes? Digo más: ¿saben ustedes lo que aprenden de matemáticas y números los escolares cuando en las clases de historia y geografía se enseña a calcular la diferencia entre los años anteriores y posteriores a Cristo?, ¿o cuando se les pide que determinen la distancia en grados entre un punto y otro del planeta? Es decir, matemática y lenguaje se pueden integrar con las materias de historia y ciencias sociales. Entonces, me queda la duda sobre el sentido final que tiene la actual (y discutible) propuesta ministerial.
Y aquí volvemos al tema de los consensos. Porque la reciente modificación del Plan de Estudios anunciada por el Ministerio de Educación (Mineduc) parece obedecer no a una investigación súper rápida (ni profunda ni ampliamente debatida) de los asesores del actual ministro del ramo. Hay una resolución del 27 de enero del presente año, del Consejo Nacional de Educación (sucesor del Consejo Superior de Educación), que aprueba una propuesta que hiciera la anterior administración del Mineduc, el 24 de septiembre de 2009, según se desprende del Acuerdo Nº 020/2010 del citado Consejo, y que quizás sea el germen de la presente medida.
Esto es, la decisión de disminuir las horas de historia y ciencias sociales en los colegios pareciera ser parte de un consenso tecnocrático (sin participación ciudadana) de aquellos para quienes no importa la memoria y el pasado; de aquellos que están más allá o más acá de una tenue (casi imaginaria) línea que separa a sectores del oficialismo y de la oposición; de aquellos que desean mano de obra barata, sumisa, acrítica e inculta; de aquellos que hoy disminuyen las horas de historia y de aquellos que ayer obraron de manera similar con las asignaturas de filosofía y de francés.
El reciente anuncio ministerial no representa, por cierto, el espíritu del consenso que lograron en su momento Bello y Lastarria. No parece acorde a los propósitos de quienes fundaron la Universidad de Chile, musical y cálidamente enunciados por el concierto del pasado viernes 19, cerca de las 20 horas, en la Plaza de Armas de Santiago.
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