Diversas voces reiniciaron una vieja discusión en relación a la posibilidad de devolver el monitor Huáscar, anclado desde hace años en Talcahuano, a su país de origen. La historia del temido barco peruano, igual que la caballerosidad de su comandante Miguel Grau, que hundió a la Esmeralda en Iquique, que luego campeó en las costas chilenas y que, finalmente, fue capturado por la marina chilena en Angamos, es conocida por todos. Lo que muchos no saben hoy, ante la idea de la devolución, es qué hacer con la nave; mientras algunos prefieren que permanezca donde mismo y otros apostamos por hacer un gesto enaltecedor al respecto. Venga entonces una vieja-nueva historia para ayudar a decidir.
El 8 de diciembre de 1863, en Santiago y en el país se celebraba la finalización del Mes de María, una de las fiestas más importantes del mundo católico. Los distintos recintos religiosos se ornamentaron pomposamente, esperando una alta concurrencia. Precisamente, una de la iglesias que se atestó de gente, en especial de mujeres con niños y criadas, fue la de la Compañía de Jesús, que ocupaba el sector oriental del terreno comprendido entre las calles Bandera, Compañía, Morandé y Catedral (en la misma época que en la parte poniente de esa manzana se construía el edificio del Congreso Nacional).
El exceso de velas (y unas puertas que abrían hacia adentro) costó caro a la multitud agolpada en el interior de iglesia. Un incendio de proporciones, en pocos minutos, desató una de las mayores tragedias que recuerde la capital. Más de dos mil personas fallecieron producto del fuego, del humo, de la desesperación, del aplastamiento. Al día siguiente, una crónica del diario El Ferrocarril dio cuenta del dolor de esa jornada:
“No hay memoria en Chile de un hecho más horriblemente trágico. Se nos erizaban los cabellos cuando recordamos la espantosa catástrofe que hoy tiene sumidas en el luto a centenares de familias. La ciudad entera no se da cuanta aún de tan horrible desgracia. La concurrencia, amagada por el fuego, comenzó a huir. Las puertas no eran, sin embargo, suficientes para darles paso. Cuerpo sobre cuerpo se formó una muralla compacta y numerosa. Había mujeres que resistían el peso de diez o doce otras tendidas encima. Era materialmente imposible desprender una persona de esa masa horripilante. Los más desgarradores lamentos se oían del interior de la Iglesia… La concurrencia continuaba agolpándose a las puertas y estas puertas no permitían la salida… ¡Presenciamos ese momento, pero renunciamos a describirlo…!”.
Igual que sucede con la situación de los 33 mineros de Copiapó en estos días, aunque en tiempos menos globalizados por cierto, la noticia del incendio de la iglesia de la Compañía dio la vuelta al mundo y también fue recogida por una larga y sentida crónica en el famoso New York Times, el 18 de enero siguiente.
Entre las acciones posteriores a la tragedia se destacó la creación del Cuerpo de Bomberos de Santiago y la decisión de no construir nada nuevo en el sitio de la catástrofe, una vez que los restos del recinto fueron demolidos. Una escultura fue dispuesta en el lugar (la de hoy es una réplica, pues la original está situada en la Plaza La Paz, a la entrada del Cementerio General, en el mismo espacio en que fueron depositados los cadáveres de las víctimas).
Pocos vestigios materiales quedaron del recinto siniestrado. Hasta hace pocos días, sólo sabíamos de un mudo testigo de la tragedia que está puesto en la ermita del cerro Santa Lucía: una de las campanas de la iglesia de la Compañía acompaña en ese lugar los restos de Benjamín Vicuña Mackenna, de su mujer Victoria Subercaseaux y de sus hijos. Sólo eso sabíamos, hasta hace pocos días…
En efecto, desde Gales, Inglaterra, se nos informó unas semanas atrás que otras tres campanas que quedaron del triste incendio, que fueron compradas como chatarra y que estuvieron dispuestas en el campanario de la iglesia de Todos los Santos de Oystermouth, hasta 1964, serán devueltas a nuestro país como un regalo por el Bicentenario. Seguramente los habitantes del pequeño poblado inglés habrán reflexionado y discutido bastante sobre esta devolución, casi 150 años después de que las campanas llegaron hasta ahí. Más de alguien, pienso, debe haber argumentado que las campanas fueron adquiridas legítimamente y que el gesto de “devolverlas” a sus dueños (Chile) no correspondía. Sin embargo, primó la idea de que los artefactos no son sólo una materialidad y que, en definitiva, forman parte del patrimonio histórico del país y de Santiago, a la vez que evocan un pasado doloroso, otro más, en la historia de este lado del sur del mundo.
Saludable es entonces la acción de los ingleses (y quizás los anime a hacer otros guiños similares a futuro, no sólo con pedazos de fierro, sino también con importantes trozos de territorios ultramarinos). Por nuestra parte, se agradece este regalo bicentenario que nos permitirá recordar a las más de dos mil víctimas del incendio reseñado.
El de los galeses (y de Inglaterra entera), en este caso, se trata de un gesto vivificante. Misma idea que subyace entre los chilenos que somos partidarios de devolver el Huáscar a sus propietarios primigenios y avanzar en forma civilizada en otros temas más de fondo y que apuntan a mejorar las relaciones vecinales. La historia del conflicto de 1879, sea quien sea que la escriba, no esconde la capacidad militar de Juan José Latorre y sus dirigidos, que derrotaron a Grau y capturaron el famoso barco peruano en Angamos; no es necesario para recordarnos ese episodio mantener este buque estancado en aguas chilenas. Así como regresarán tres campanas originalmente propias, debiera retornarse un barco originalmente ajeno. Así como para el Bicentenario recibimos estimados presentes, también podemos hacer valiosos regalos.