Por María Elisa Puig L. y Vólker Gutiérrez A.
“… por allí pasaban mujeres de diferentes
edades
con el solo pretexto de divisarlo (la imagen de San Antonio)
y reavivar el deseo íntimo.
Era una legión de feligreses la que transitaba por la
calle
en dirección del templo franciscano,
embarrando muchas veces sus sayas de seda
para hacerse más gratas a los ojos del santo”.
S. Zañartu,
“Calles Viejas”,
explicando
el origen del nombre de la calle San Antonio
Cuando se habla o escribe sobre los personajes
que han destacado en la creación y desarrollo de la ciudad de Santiago, no
faltan nombres propios como los de Pedro de Valdivia, Benjamín Vicuña Mackenna,
José Miguel de la Barra, Alberto Cruz Montt, Ricardo Larraín Bravo, Luciano
Kulczewski. Todos varones, por cierto. Y si contemplamos los porcentajes de
mujeres que en las últimas décadas han ejercido o ejercen un cargo político que
tenga que ver con el quehacer urbano, las cifras corroboran el menguado rol
femenino en esa área: desde 1990, menos del 19% de los intendentes de la Región
Metropolitana han sido mujeres y, en la actualidad, bajo el 16 por ciento son
alcaldesas en las 51 comunas de la misma región. He aquí, entonces, otro
segmento de la realidad donde se está al debe con el género femenino, que en
términos cuantitativos supera el 50 por ciento de la población global del
país.
La
conquista y la colonización: una empresa masculina
La conquista española del país, en el
siglo XVI, fue primero una empresa militar y, por ende, en aquel tiempo, una
tarea de hombres. En rigor, además de la gran masa indígena, a Pedro de
Valdivia lo acompañó una hueste de 150 soldados varones y una sola mujer, su
amante Inés Suárez.
Sin embargo, al pasar los años, la
cantidad de mujeres españolas y mestizas que fueron poblando las ciudades que
se fundaban y consolidaban creció sostenidamente. De hecho, tras el gran
levantamiento mapuche de 1598 en el sur, según Benjamín Vicuña Mackenna y
Armando de Ramón, en Santiago la proporción entre hombres y mujeres era de 1 a
3, en favor de las segundas.
Pero esa mayoría numérica no implicó un
cambio en el estatus de la mujer que, durante el período colonial, estaba
legal, religiosa, económica y socialmente constreñido al ámbito privado. En
efecto, tanto en disposiciones civiles como eclesiásticas, la concepción
binaria del mundo implicaba también una división genérica de las funciones
hombre-mujer. Los hombres, lo masculino, eran asociados a la parte racional del
mundo, a la mente. Y por el contrario, las mujeres, lo femenino, eran siempre
vistas como un sujeto dependiente de su cuerpo y, por lo tanto, dominadas por
la naturaleza instintiva animal. En palabras de Alejandra Araya, la mujer
representaba a un “sujeto moral deficiente”, por lo que el cuerpo femenino
debía ser “sujetado, aprisionado, encerrado, cautivado”. De ahí que los
espacios que el poder (masculino) asignaba a las mujeres eran el matrimonio y
la casa; o la religión y el convento… el espacio privado, en definitiva (algo
que no variará durante buena parte del período republicano).
Tanto era así la normativa, que la
justicia establecía que en caso de diferendos con mujeres los jueces debían ir
a interrogarlas a sus casas, para no perturbarlas y no hacerlas salir del
espacio doméstico. En rigor, la Partida Tercera (segmento de un conjunto de
leyes encargadas por Alfonso XI en el siglo XIII), señalaba explícitamente que
“No se debe obligar a presentar por sí ante los jueces, dueña, casada, viuda,
doncella u otra mujer que viva honestamente en su casa”.
Mas, pese a todas estas disposiciones (y
la sanción moral y jurídica a quienes las transgredían), las mujeres hicieron
uso del espacio público y, por ende, fueron hacedoras de ciudad. No en el
sentido de su arquitectura ni de su conformación física (algo que queda por
investigar), pero sí en tanto espacio de sociabilidad y de generación de su
alma.
Es así que en los siglos en que se formó
y consolidó Santiago como un ente urbano, las mujeres no se lo pasan encerradas
en sus hogares cumpliendo únicamente labores domésticas, sino que también,
sobre todo las que pertenecen a la elite blanca, cobran deudas, compran y
venden bienes, dejan y reciben herencias, poseen esclavos, pagan censos,
impuestos y tributos, realizan o reciben donaciones, etc. Y todas estas actividades
las realizan a su nombre, en los espacios públicos y en las instituciones de
administración.
Las
mujeres pulperas
Un ejemplo interesante en esta línea lo
constituyó la situación vivida en el comercio, con los negocios llamados
pulperías, esos antiguos almacenes en que se vendía todo tipo de productos
básicos y de primera necesidad, tal cual señaló Eugenio Pereira Salas: “vino,
sal, jabón, queso, pan y miel y otros géneros comestibles”. Ocurrió que la
mayoría de esas tiendas fueron administradas por mujeres, lo que las transformó
en espacios cotidianos de sociabilidad y de encuentro, incluso interétnico,
generalmente localizados en las cercanías de la Plaza de Armas.
Precisamente, las pulperías iban más
allá de su condición de espacio físico destinado a la compra y venta de bienes,
pues a su alero se produce también un intercambio más profundo entre quienes
allí confluyen, tanto amos como criados, partiendo por los chismes y noticias,
y llegando a situaciones más íntimas e incluso trágicas. Raquel Rebolledo, en
su trabajo “Pícaras y pulperas: las otras mujeres de la Colonia”, recoge una
cita de Francisco Encina que muestra lo que ocurrió muchas veces en las
pulperías y que las hizo motivo de constante preocupación de las circunspectas
autoridades coloniales: "Casi en su totalidad -las pulperías- eran
regentadas por mujeres de la hez del pueblo, zambas, mulatas y mestizas, que
para vender invitaban a sus conocidos y conocidas a beber y a divertirse. Se
seguían de aquí pendencias, puñaladas y asesinatos, y si se cree a los alcaldes
de la época, se llegaba sin ningún temor a Dios, a los escándalos más
vergonzosos. Tras el mostrador había una tapadera, donde se encontraban
durmiendo, siempre revueltos, como bárbaros, hombres y mujeres que apenas se
habían conocido allí".
Y ahí, en ese espacio vital de la
ciudad, las pulperías, es donde encontramos a las mujeres coloniales,
compartiendo e interactuando con “gentes de cien mil raleas”, produciéndose una
mezcla de hábitos y costumbres que para los fiscalizadores resultó peligrosa.
De hecho, la propia Raquel Rebolledo adelanta que en esos almacenes está la matriz
de las chinganas “que más tarde se convertirán en nuestras tradicionales
ramadas”.
Mujeres
propietarias
En otro orden, el estudio de las fuentes
coloniales muestra, tal como se dijo, que más allá de las normas y los acuerdos
sociales, las mujeres son parte activa de este entramado urbano en nacimiento.
Luis Thayer Ojeda, a comienzos del siglo XX, hace un extenso estudio sobre la
formación urbana de Santiago en sus primeras décadas y la relación con sus
propietarios, donde se puede ver cómo de los 330 solares que componían la
ciudad fundacional de 80 manzanas, por lo menos 158 pertenecieron a mujeres en
algún momento de los primeros 50 años de la urbe colonial, solares que además
fueron adquiridos por diferentes motivos, no únicamente como dotes
matrimoniales, sino también por compras directas o donaciones. Y mayor es la
sorpresa aún cuando se aprecia que esas mujeres propietarias no solo pertenecen
a la clase blanca dominante, sino que también hay gran cantidad de mestizas,
indias e incluso mujeres negras.
Pasos callados
Con esos ejemplos particulares de las
pulperas y las propietarias, apenas esbozados, a lo que podemos añadir la
situación de las mujeres que, como señalamos más arriba, también cobraban
deudas o administraban esclavos, estamos dando luces de que las mujeres jugaron
un rol central en dichos espacios que son a su vez articuladores de la vida en
comunidad, en este caso en una ciudad pequeña que está recién formándose. Y
hablamos de las mujeres en general, yendo más allá de los casos particulares de
féminas que descollaron en el espacio público durante la Colonia, como Inés
Suárez o la no menos famosa Catalina de los Ríos y Lisperguer, La Quintrala.
Como indica Loreto Arismendi, las
mujeres fueron más allá de la casa y el convento pues “en su calidad de sujetos
históricos, se desenvuelven en la sociedad, se relacionan con sus distintos
segmentos y forman parte de procesos sociales e históricos mayores, incluyendo su
forma de relacionarse con los hombres”. Luego, agregamos nosotros, a
contracorriente de lo que señalaban las leyes y las normativas sociales,
arriesgando muchas veces la mirada inquisidora, el mote de “mujeres de mal vivir”
cuando no derechamente el ingreso a la Casa de Recogidas, las mujeres sí
incidieron en la gestación y el desarrollo de la ciudad… desde los márgenes es
cierto, pero lo hicieron. Con pasos callados.